VIII Edición

Curso 2011 - 2012

Alejandro Quintana

Javier

Patricia De La Fuente, 15 años

                 Colegio Alborada (Alcalá de Henares)  

La llegada del otoño era, en el valle de Arán, una auténtica fiesta. Los niños celebraban sus correrías con risas y no se cansaban nunca de jugar; para ellos no existía el tiempo.

Recuerdo perfectamente que los árboles se vestían de gala: se teñían de ocres y dorados y descargaban una lluvia de hojas sobre nuestras cabezas. Sin embargo, nunca llegué a disfrutar de los juegos que tenían lugar en aquellos parajes. Siempre preferí un buen libro debajo de un alto y gris árbol. Y cuando todo el mundo huía a casa al primer aviso de tormenta, yo me escondía bajo las ramas de un haya, disfrutando del olor a tierra mojada, y esperando ver emerger entre los arbustos un círculo de hadas.

Y así, mientras todos pasaban el otoño entre juegos y correrías, fiestas y bailes, yo crecía en razón, rodeada de flora, con un libro en las manos y la imaginación en funcionamiento. Por ello, y quizás también debido al destino, le conocí a él.

Era una mañana oscura. Comenzaban a caer las primeras gotas del mes de octubre. No tenía prisa en ir a casa; más bien me quedé anotando en mi cuaderno de apuntes lo que veía y olía. Aquel año yo contaba trece años, era ya una muchacha que no veía más allá de las historias que se formaban en su cabeza. Sin embargo, el destino no conoce el tiempo, es más, él mismo se hace llamar así. Recuerdo que el camino se bifurcaba y que uno de sus pistas descendía a las fronteras de nuestra comarca. Fue por aquel sendero que le vi llegar. Era un joven envuelto en una capa, el cabello castaño casi le llegaba a los hombros: le caía sobre la frente blanca. Se le adivinaban los estragos de una incipiente barba en su mentón y en las mejillas. Al principio me miró extrañado. No supe qué decir; me encontré mirándole fijamente.

- Me llamo Javier.

- ¿Busca usted a alguien? - le pregunté no muy segura de cuál sería su edad.

- ¿Hay algún pueblo cerca?

Asentí en silencio y me ofrecí a acompañarle. Su llegada causó prejuicios y murmuraciones entre los vecinos. Como él solo podía recordar su nombre, fue examinado por el médico. Por lo visto la amnesia era pasajera y se quedó con nosotros mucho tiempo.

Me enseñó los secretos del bosque en otoño, y yo a él a reconocer los árboles. Incluso le di algunos de mis escritos y nació entre ambos una gran amistad. A pesar de ser mucho mayor que yo, Javier me acompañaba a todas partes. Muchas personas juzgaron mal esa amistad, pero yo no hice caso. Poco a poco, me fui enamorando de él.

Siempre me había preguntado qué era el amor. Una vez lo agarré, ya no quise soltarlo. Tampoco él hizo nada por despegarse de mí.

Una primavera, en un día de llovizna, una mañana que se presentía algo mágico en el ambiente, el olor a tierra mojada me envolvió de tal manera que sentí ganas de adormecerme al son de una música. Javier me sacó al jardín. Me dijo que me amaba y me pidió que me casara con él. Desconcertada, no pude responder sin pensármelo… Y cuando al final lo hice, me estrechó de tal manera entre sus brazos que mi corazón, henchido de felicidad, se dio a él por completo.

Y sin embargo, aquel otoño (aún no nos habíamos casado), el día del aniversario de su llegada, entró en mi habitación con los cabellos revueltos, lívido. Abrazándome me dijo que tenía que irse. Me pidió que le esperara, que no tardaría en volver.

Yo tenía entonces casi diecisiete años; han pasado ya setenta y dos de larga espera. Mi vida toca a su fin y sigo esperándole.