XVIII Edición
Curso 2021 - 2022
Julián
Sarah Clemente, 16 años
Colegio IALE (Valencia)
Blanca se encontraba mirando al techo, preguntándose qué le iban a decir los doctores de sus brotes de ELA, que padecía desde hacía un año. Aunque era una niña de doce años, optimista y alegre, en las últimas semanas la enfermedad había empeorado y tenía miedo.
El doctor llamó a la puerta y entró en la habitación. Los padres de Blanca se pusieron de pie y entrelazaron las manos, muy nerviosos. Los tres miraban al médico con expectación.
–¿Podríamos hablar afuera unos momentos, por favor? –pidió el neurólogo al matrimonio. Estaba muy serio.
Antes de salir y cerrar la puerta, el doctor le lanzó a Blanca una mirada y una sonrisa.
–Todo está bien –le dijo.
Pero ella tuvo un mal presentimiento.
–Blanca está perdiendo demasiado pronto la movilidad de las piernas y de las manos. Tendremos que hacerle varias pruebas para comprobar si sus órganos vitales siguen funcionando correctamente. Necesitamos que se quede con nosotros durante unas semanas, en observación.
Los padres entendieron que aquel diagnóstico no aventuraba nada positivo.
–¿Qué podemos hacer para ayudarla? –le preguntó el padre con los ojos encharcados.
-Mientras esté con nosotros, llévenla a la sala de juegos del hospital, para que se relacione con otros niños.
Cuando volvieron a pasar a la habitación, Blanca les observó cautelosamente. Ellos solo fueron capaces de sonreír antes de informarle, con una verdad tamizada, acerca de lo que les había comentado el doctor.
A la mañana siguiente la despertaron para llevarla a la sala de juegos. Blanca se levantó de la cama, dio un paso y le falló el equilibrio. Por suerte, logró cogerse de la cama y alcanzar una silla de ruedas. Después de tomar asiento, respiró pesadamente a causa del esfuerzo que había realizado.
Cuando entró en la sala de juegos, le pidió a su madre que le situara en una esquina desde la que podía observar a los demás niños.
–Déjame sola –le rogó.
Algunos pequeños correteaban. Otros hacían construcciones de Lego. Una lágrima se deslizó por el rostro de Blanca. Sabía que no podría volver a correr, y que en poco tiempo no sería capaz de abrazar a sus padres.
Un chico más o menos de su edad, la miraba curioso.
–¿Por qué lloras?
–Es que yo no puedo jugar –le respondió con un hilo de voz.
–¿Por qué? –dijo el niño, que se llamaba Julián, con una mueca extraña.
–¿Acaso no lo ves?... Soy incapaz de dar dos pasos, de ponerme de rodillas, de coger un lápiz y ponerme a dibujar… –pareció enfadarse–. No puedo hacer nada. Y así, ¿quién querrá estar conmigo?
–Yo.
–Es que no me has oído.
–Jugaremos a las carreras –continuó sin prestarle atención–: tú corres con la silla y yo a pie. También podemos construir castillos. Tú me dices dónde y yo coloco las piezas.
Aquello le hizo sonreír a Blanca.
–De acuerdo.
Se pasaron jugando el resto de la mañana, hasta que el doctor llamó a Blanca para hacerle unas pruebas. Se despidió de Julián.
–Nos vemos mañana.
–Vale –contestó el chico–. Aquí y a la misma hora.
Una semana después, mientras echaban una de sus carreras, Julián se desplomó en el suelo. Blanca le ofreció su mano para levantarse.
–¿Estás bien?
–Bueno… Un poco más débil de lo normal –le confesó el chico.
–¿Qué te ocurre? –curioseó Blanca, observándolo cautelosamente.
–Tengo fibrosis quística. A veces, cuando hago un esfuerzo, me falta la respiración. Por eso, me he mareado y he rodado como una croqueta.
Blanca no sabía qué decir.
–Bueno, seguro que pronto te recuperas.
–No lo creo. Ayer, cuando mis padres salieron a tomar un café, aproveché para leer mi informe médico. Dice que mi enfermedad es muy agresiva y que, como no hemos encontrado un donante compatible, no seguiré aquí por mucho tiempo.
La chica rompió a llorar.
–¡Eh…! –protestó Julián con una generosa sonrisa–. No dramatices.
–¿Cómo puede ser feliz después de haber leído eso? No logro entenderlo.
–Si me queda poca esperanza de vida, prefiero disfrutar mis últimos tiempos. ¿De qué me valdría estar enfadado? Además, cuando te vi en el rincón, me reté a sacarte una sonrisa.