XVI Edición

Curso 2019 - 2020

Alejandro Quintana

La abeja que no
podía volar

Irene Beltrán, 15 años

Colegio Vilavella (Valencia)

Me gusta escribir. No me considero una profesional, pero me gusta. Además, es una afición que hace falta que se cultive. 

Al igual que en el desarrollo de una planta, la escritura necesita tiempo, dedicación y paciencia, y de cada uno de nosotros depende que el resultado sea una bella flor o una mala hierba. 

Hace poco me dispuse a escribir sin saber qué. <<Cualquier cosa>>, me dije. Necesitaba sacar algo misterioso de mi interior a lo que no sabía ponerle un nombre, por lo que no estaba segura de si en verdad existía o si era mero producto de mi capricho. 

Me senté de cara al sol que nos vigila desde el cielo, al que siento tan cerca y tan lejos a la vez, con un ejército de edificios a mis espaldas, como ladrones al acecho de mis ideas. De hecho sentí que me las habían robado, porque se habían borrado aquellas que atesoraba desde hacía un tiempo. ¿Por qué será que cuando tenemos la cabeza llena de propuestas literarias, de personajes, de ambientaciones, de pronto desaparecen sin dejar recuerdo? <<Tal vez no haya llegado el momento de dotarlos de vida>>, me dije. 

Así que me puse los cascos para disfrutar de algunas canciones que no me canso de escuchar, mientras observaba alrededor, dispuesta a esperar el momento adecuado para que las letras de aquellos temas musicales me ayudaran a cazar palabras que se unieran con un significado, para enseguida depositarlas suavemente en el papel. 

Para mi sorpresa, en aquel lugar y momento sucedían muchas cosas que suelen pasarme desapercibidas: una abeja que, al parecer, no sabía utilizar sus alas, rondaba mis pies como si estuviera mareada. Al mismo tiempo cantaban de fondo unos pájaros, clamando por su libertad desde jaulas de hierro. Y un padre y su hija jugaban en una terraza vecina; oí la risa de la niña a pesar de tener la música puesta. 

De pronto caí en la cuenta de que no necesitaba nuevos personajes, ni que estos tuvieran poderes mágicos ni habitaran entre árboles de caramelo. Tenía el poder de transformar la selva de edificios que tenía a mis espaldas en un parque de atracciones para las aves extraviadas que, de pronto, eran libres. Podía darle unas alas nuevas a esa abeja y ponerme a volar junto a ella por lugares maravillosos. Podía unirme al padre y a su hija para jugar al escondite con ellos. Me bastaba la imaginación. Es decir, podía escribir sobre cualquier cosa a partir de lo que captaban mis sentidos. 

Poco después empecé un relato en el que un padre y su hija, mientras saltaban de tejado en tejado, trataban de encontrar a una pequeña abeja que no podía volar. No sabían ellos que gracias a una pequeña escritora, el insecto había conseguido nuevas alas para surcar el cielo.