XVI Edición

Curso 2019 - 2020

Alejandro Quintana

La acera de las armonías

Carmen Almandoz, 14 años

                 Colegio de Fomento Entreolivos (Valencia)  

La tercera calle a la derecha, una farmacia, un cruce y... allí se apostaba Sebastián todos los días, a la misma hora, en el mismo lugar, hiciese frío o calor, luciera el sol o cayese la lluvia, acompañado por un gato, un acordeón y un viejo sombrero colocado bocarriba a sus pies, con algún céntimo en su interior. 

Sebas (así le llamaban) tenía gran habilidad con el instrumento de fuelle. La calle donde tocaba, a la que en la ciudad apodaban como "La acera de las armonías", se había quedado medio deshabitada, como la mayor parte del barrio, repleto de viviendas vacías desde hacía años y de solares en los que solo se reunían algunos chiquillos para jugar.

Pocos eran los peatones que se detenían de cuando en cuando a escuchar a Sebastián. Solían ser de fuera del barrio, gente que pasaba de casualidad por aquella calle. Algunos se preguntaban por qué el músico desperdiciaba su talento en aquel rincón, tan lejos del centro, donde seguro tendría más audiencia. Pero nadie acertó nunca el motivo. 

Sebas era un hombre misterioso, sin amigos aparte de su gato "Feluso". No se sabía de su pasado ni de su familia, aunque se rumoreaba que había dedicado una de sus composiciones a una dama con la que tuvo un romance sin final feliz. 

Le llenaba de amargura que nadie dedicara un rato a conversar con él. A lo sumo, unos pocos aplaudían al final de sus canciones y Sebas se inclinaba elegantemente en señal de agradecimiento. Pero la mayoría se limitaban a mirarle, algunos le sonreían y la mayoría le ignoraba. De vez en cuando recibía un buenos días, pero sin que nadie se preocupara por él. Nunca le preguntaron por los suyos; nunca quisieron saber si pasaba hambre o sed, o si en los días le lluvia le hubiese gustado resguardarse bajo un paraguas. Nadie era suficientemente valiente para hablar con él.

Juan, un universitario con corazón limpio, pasaba los jueves por "La acera de las armonías" y se detenía unos segundos para disfrutar de las melodías que brotaban del acordeón. Pero no era la pasión por la música la que le hacía detenerse, sino el asombroso parecido de Sebastián con su difunto abuelo, un hombre que, casualidades de la vida, también tocaba el acordeón y con el que de niño Juan se sentaba a cantar. Así que cerraba los ojos y viajaba al pasado al ritmo del instrumento. Después le sonreía y, si llevaba suelto, echaba una propina en el sombrero. 

Le tentaba hablar con el músico callejero, pero era demasiado tímido y no quería arriesgarse a un malentendido por parte de Sebastián. 

<<¿Por qué cambiar las cosas cuando todo está bien tal y como está?>>, se decía.

Una noche de tormenta Juan se despidió de sus compañeros de universidad, con los que había celebrado el final de los exámenes tomando unas cervezas. Cuando salió del bar corría un viento gélido y caía una violenta cortina de agua. Se abrochó el abrigo hasta el cuello, desplegó el paraguas y se puso en camino hacia su casa, con cuidado para que sus zapatos no se hundieran en los charcos.

Un rato después, en medio del aguacero, escuchó un débil maullido. En el descansillo de un portal vislumbró el brillo de los ojos redondos de un gato. A su lado, sentado en el escalón, el que parecía su dueño se abrigaba con una chaqueta con la que también protegía un acordeón.

Sebastián había llegado allí caminando, sin rumbo, tambaleándose con los golpes de viento y lluvia, sin saber qué hacer para entrar en calor. 

Juan se detuvo y lo miró fijamente. En su cabeza, de repente, vio a su abuelo medio moribundo, tiritando en busca de un refugio donde poder secarse y descansar. El muchacho se preguntó cómo era posible que llevara tanto tiempo sin decidirse a hablar con él.

-¡Eh, señor! –le llamó.

Sebastián alzó la mirada sorprendido. Sí, le estaba hablando a él.

-Señor, está empapado. Métase bajo mi paraguas.

Al principio Sebas no le entendió, pero al ver que el chico le requería con el gesto de una de sus manos, se levantó con torpeza, tomó al gato con un brazo y al acordeón con el otro, y apenas susurró un <<Gracias>>. Después sonrió por primera vez en mucho tiempo.