XVIII Edición
Curso 2021 - 2022
La bandera
Óscar Sakaguchi, 17 años
Preparatoria de la Universidad Panamericana
(Ciudad de México, México)
<<¿Tanto vale una guerra?>>, se preguntó el coronel Francisco Bustamante aquella noche de mayo de 1863, en la que agonizaba recostado junto a las raíces de un árbol. Estaba herido por un impacto de bala que le había atravesado la pierna y fracturado el fémur. El dolor hubiera sido insoportable si no fuera porque la caída del caballo lo había dejado aturdido. Su corcel agonizaba a su lado con una pata rota.
Bustamante observó a la gente que corría por las calles de San Lorenzo Almecatla. Los alaridos de las mujeres se mezclaban con las detonaciones de los fusiles. Soldados, civiles y niños caían abatidos por los disparos de los franceses. El ejército mexicano había sucumbido ante las tropas de Bazaine. Parecía imposible que, apenas hacía una hora, el pueblo celebrara una gran fiesta.
Bustamante descubrió su pistola a escasos centímetros. Recordó que la portaba en la mano cuando cayó del caballo. Intentó alcanzarla, pero un ruido ensordecedor lo paralizó. ¿Acaso había llegado su fin? Le vinieron a la mente los recuerdos de antiguas batallas compartidas con sus compañeros. Nunca pensó que fuera a verlos morir.
Se concentró en la respiración apresurada del animal, cuyos ojos aún retenían la vida. Entonces regresó su atención a la pistola y con un esfuerzo sobrehumano la alcanzó, revisó el cargador y encañonó a su fiel montura. En cuanto disparó, el caballo dejó de sufrir.
El coronel reflexionó acerca de la fugacidad de la vida, de su propia vida. Tantas valerosas hazañas con las que había levantado el honor de su leyenda para que, en un instante, perecieran. Pensó en los grandes hombres reducidos a la nada. Aunque sabía que la muerte es cosa común en el campo de batalla, no la había considerado como posible para sí hasta ese instante.
Volvió la vista hacia la calle y descubrió a dos franceses junto a una pequeña capilla. Uno retiraba la bandera republicana que tapaba el crucifijo de la entrada, mientras el otro prendía una antorcha. La calle estaba sembrada de cadáveres. El resto del ejército de Bazaine se concentraba en la plaza. El soldado arrancó la bandera, se alejó unos cuantos pasos de la capilla y empezó a desgarrarla con la bayoneta. Su compañero lanzó la antorcha al interior de la ermita. El fuego se esparció con facilidad.
Tan triste escena ―enaltecedora para los franceses― se vio interrumpida por el débil son de una trompeta. Francisco Bustamante buscó con los ojos el origen de la música para descubrir a uno de sus hombres, que caminaba por la acera: estaba malherido y se apoyaba en los muros de las casas para mantenerse en pie. Con el instrumento iba entonando la marcha típica de la caballería mexicana, al tiempo que lanzaba miradas de enojo a los enemigos que habían prendido la capilla, que se quedaron paralizados ante la aparición de aquel pobre muchacho. El de la bandera se acomodó el arma y le disparó. El sonido de la trompeta se rompió en una nota desafinada antes de que el valiente soldado cayera muerto. Los franceses se rieron por un momento, pues se escuchó un fuerte relincho detrás del recién fallecido: el último jinete de la caballería mexicana picaba espuelas hacia ellos.
La tierra tembló con el potente galope del caballo. El jinete alzó el sable que empuñaba en la mano diestra, alcanzó al primer francés, bajó el brazo y le dio un golpe mortal. De seguido llegó al otro militar, y con ferocidad le sajó el estómago. Entonces se detuvo y permaneció victorioso durante un instante, observando la muerte de sus enemigos. Acababa de convertirse en un héroe.
Cuando vio al ejército francés reunido en la plaza, al final de la calle, gritó:
―¡Viva la patria mía!
Espoleó a su alazán rumbo a la columna.
El coronel Bustamante lo perdió de vista en cuanto hombre y caballo avanzaron algunos metros. Entonces se incorporó para examinar su herida. Había perdido tanta sangre que no sentía la pierna. Volvió a recostarse y reposó la cabeza en el tronco del árbol. Suspiró al contemplar su bandera hecha jirones. Las llamas de la capilla estaban a punto de alcanzarla. De la plaza le llegaron varias detonaciones seguidas de un relincho de dolor. Fue lo último que hubo de escuchar.