IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

La biblioteca secreta

Meritxell Iglesias

                 Colegio Canigó (Barcelona)  

Guillermo Montoya era un hombrecillo débil y enfermizo. Su extremada delgadez, sus cuencas hundidas y amarillentas y su lacio pelo grisáceo que reposaba sobre sus hombros le proferían un aspecto casi espectral. Nunca hablaba, pero era respetuoso y amable. En la corte le tachaban de “inútil”. Nadie sabía cómo había llegado hasta allí ni el papel que desempeñaba en la corte. Los nobles murmuraban entre ellos y sospechaban que se trataba de un favorito del rey Alfonso X, conocido como “El Sabio”.

Era famosa en aquella época la escuela de traductores de Toledo, fundada por el mismo rey, un hermoso edificio románico donde se encontraban escribanos e intérpretes mozárabes, castellanos y portugueses expertos en latín, griego y, por supuesto, en sus lenguas propias. En cada uno de los vértices de la sala había una portezuela. La más cercana a la entrada principal conducía al despacho real, otra llevaba a la biblioteca de papiros y documentos antiguos, otra recogía los libros que estaban por traducir, la que quedaba más cerca del gran ventanal contenía los libros y documentos traducidos y en la última y más lejana a la entrada, había… un misterio. Nadie, ni siquiera el rey, sabía lo que había detrás de ella. Estaba cerrada con una llave que, según el conde de Toledo, Álvaro del Toro (jefe de la sección de traductores de latín), nunca había existido. El conde era hombre fornido y apuesto, campeón de torneos.

Una mañana hizo acto de presencia en la sala el rey Alfonso X seguido de Guillermo Montoya. “Vamos a tener una nueva incorporación”, anunció el rey. “El señor Montoya, uno de los escribanos de latín más prestigiosos del reino, nos hace el honor de participar en esta empresa de traductores.” Se oyeron murmullos. “Conde del Toro”, prosiguió el rey, “quiero que el señor Montoya dirija el departamento que os he encomendado.” “Pero, Majestad, entonces tendrá que compartir mi puesto”, se quejó el conde. “Seguro que os servirá de ayuda”, dijo el rey. “Claro, Majestad”, respondió el Conde mirando con odio a Montoya.

Con los años, el conde envidiaba cada día más a Montoya, no por su físico, lógicamente, sino por la rapidez con que terminaba sus obras y por la precisión y acierto que mostraban sus traducciones. Aquel hombrecillo apenas hablaba, pero sus miradas estaban cargadas de expresividad y misterio. A veces Montoya pasaba largos ratos observando cómo trabajaba el conde y eso desbordaba la poca paciencia del noble.

Un día el rey llamó a los dos traductores. “He analizado vuestros trabajos y me felicito de la excelencia de todos ellos. Así que he decidido confiaros a vos, estimado conde, con la ayuda de vuestro compañero Montoya, una misión histórica”. El conde se sonrió, orgulloso de que el rey le considerara más importante que Montoya. Los ojos del rey chispearon y una ligera sonrisa se apoderó de su rostro. “Creo que he descubierto lo que hay tras la puerta secreta”. “Hablad Majestad, os lo ruego”, solicitó el Conde. “Estuve investigando unos libros de Praetorius, el más grande escritor que ha existido en Castilla. Sabéis que descubrió que los libros perdidos contenían la historia del mundo romano, desde la creación de Roma hasta el hundimiento del Imperio. Si estos escritos fueran encontrados, se verificarían todas las hipótesis sobre la historia antigua”. “¿Cómo sabemos que la información de estos libros es verídica?”, preguntó Montoya. “Porque fueron sellados por los emperadores”, aclaró el conde. “Escuchadme”, pidió el rey. “He llegado a la conclusión de que Praetorius escondió sus manuscritos en este edificio. Por eso quise que la escuela se construyera aquí. Ahora, os pido que descubráis la manera de cruzar esa puerta. Aquí tenéis algunos otros escritos de Praetorius. Sois los más indicados para esta empresa porque están en latín. Mucha suerte.”

“Para encontrar lo que buscáis, debéis ver donde no se ve y utilizar los sentidos donde no se debería”, decía Praetoriuis en uno de sus legajos. “¿Qué significa esto?”, se preguntó el conde. “Se supone que aquí hay algo crucial y evidente que está pero no podemos verlo, porque no utilizamos los sentidos correctos. Pero, ¿qué sentidos debemos usar?”. “Probad”, le animó Montoya. “No pretenderéis que me coma el papel...”. “Hay más sentidos que el gusto y la vista, querido conde”. “Pues yo no oigo que el papel me diga nada. Eso es una estupidez”. “Os dejáis un sentido”. “¡El olfato! Esto huele a…, a limón”, comentó tras llevarse el pliego a la nariz. “¿Qué conclusión sacáis, señor?”. “Podría ser un mensaje invisible, escrito con zumo de limón”. “Excelente deducción. Para leer un mensaje escrito con limón debemos calentarlo con una llama. Traed aquella antorcha… ¡Ahora veo algo! Dice: La llave es el principal actor de la oración del rey cantada por mi tierra.” “¿Qué significa esto?”, se preguntó el conde. “Vayamos por partes, conde. ¿Cuál es la obra de oración compuesta por el rey que sea popular en Castilla, tierra de Praetorius?” “¡Las cantigas de santa María!”. “Las cantigas son una exaltación a la Madre de Dios, no una oración.” “Entonces, el canto de la Sibila”. “¡Exacto!”, exclamó Guillermo. “Está bien.¿Cuál es el actor principal del canto de la Sibila? Será la cantante ¿no?”. “Dice actor, no actriz. Acordaos que los griegos llamaban a los instrumentos actores de las escenas musicales. Si tomamos esta referencia, ¿cuál es el instrumento más importante en el canto de la Sibila?”. “La flauta…Tenemos que pedir la flauta del rey. ¡Esa es la llave de la puerta!”.

“Bien, introducidla con cuidado en este orificio lateral. ¿Veis? Tiene la forma exacta de la flauta del rey”, dijo Montoya. “¿Y cómo la consiguió?”, preguntó el conde. “¡Se ha abierto la puerta!”, celebró Montoya. En aquel instante apareció ante ellos la biblioteca de libros más grande que ha existido en la historia de la humanidad.

“¿Quién sois en realidad?”, preguntó el conde a Montoya. Guillermo sonrió: “Mi nombre es Guillermo Montoya, pero en un tiempo me conocieron como Praetorius”.