XIII Edición

Curso 2016 - 2017

Alejandro Quintana

La cabaña del ciego mudo 

Tomás Arquer de la Prada, 17 años  

                Colegio Tabladilla (Sevilla)  

Hacía unos meses que los ecos de la guerra habían llegado hasta las montañas. A veces era un avión que surcaba el cielo para pasar entre los picos; a veces el sonido lejano del frente; a veces una comitiva de automóviles y carros de combate…

A Manuel poco le importaba, pues nació ciego y mudo. No sabía qué era la guerra. De hecho, tampoco sabía qué eran las montañas, pues nadie había logrado atarle los lazos que mueven el pensamiento. Había vivido en silencio y oscuridad, un silencio y una negrura crueles que le envolvían a todas horas, incluso en sueños, pues la falta de estímulos visuales hacía que sus sueños fuesen sucesiones de nada.

Algo rompió ese silencio: un ruido lejano, solo perceptible para los atentos oídos del anciano. Poco a poco el volumen fue creciendo hasta hacerse atronador. El viejo, aunque incómodo por el estrépito, se sentó ante su cabaña. Frente a ella pasaba el camino, desde donde le llegaba el ruido de los motores. Manuel vinculaba uno de esos motores a la comida y alguna compañía. Por eso se sentaba a la puerta.

Aquel día, cuando notó que el ruido estaba a pocos metros de él, levantó el dedo pulgar. Enseguida oyó algunas risas. Sabía que lucía una estampa ridícula, pero si no hacía aquel gesto, no tendría nada para comer. Las risas parecían querer llenarse la boca con todo el silencio del valle para expulsarlo de una vez. El viejo se sorprendió.

«Risas de color verde», pensó para sus adentros. «¡Vaya novedad!».

Cuando las carcajadas cesaron, oyó unas palabras que no entendió:

—¿Es esta la cabaña del ciego mudo, mi sargento?

—Sí, soldado. Pregúntale si ha habido alguien que haya pasado por aquí que no fuéramos nosotros.

—Señor, pero si no puede hablar…

El viejo asentía sonriente sin comprenderles, alzando el pulgar arriba cada vez que creía que se dirigían a él. Tenía claro que esas personas eran distintas a las que siempre venían a alimentarle. Fue entonces cuando un militar dijo algo en un tono peculiar que el viejo conocía a la perfección.

—¿Y si le damos algo de comer, sargento?

La voz mostraba una inseguridad que sonaba a reproche. El anciano sabía que cuando alguien utilizaba aquella escala, él debía sonreír de oreja a oreja. Siempre funcionaba.

—Pobre viejo… —dijo el sargento—. Mirad sus dientes: los pocos que le quedan los tiene destrozados. Y está en los huesos… No vivirá si no le damos de comer. Pepe, ¿qué llevamos en el talego?

—Señor, solo nos sobra un paquete de chorizo en lonchas.

—Dáselo y vámonos. No quiero que nos convirtamos en un blanco fácil para el enemigo.

El viejo, que tendía la mano desde hacía un rato, no se sorprendió cuando notó que le ponían aquel alimento en la palma. Enseguida se lo llevó a la boca. Un nuevo sabor llenó su paladar; estaba delicioso.

La expresión que puso debió de satisfacer a los militares, pues una carcajada conjunta restalló por todo el valle. Poco después, los ruidos de motor se alejaban. Poco a poco volvió el silencio, quedando el anciano sumido en sus pensamientos.