XX Edición
Curso 2023 - 2024
La caja de música
Jorge de la Cal, 18 años
Colegio Peñalvento (Madrid)
Carlos se adentró en el polvoriento trastero que había pertenecido a su tío, Enrique, fallecido recientemente por un ataque al corazón. Al no tener hijos, había legado sus escasas posesiones (que guardaba en aquel habitáculo, dado que su casa había sido embargada por sus cuantiosas deudas) a su sobrino.
–Este era el trastero de su tío. Le dejo solo para que lo revise con tranquilidad. Por cierto, tiene que vaciarlo antes de mañana si no quiere renovar el contrato –le informó el trabajador que le había atendido.
–Claro, no se preocupe. Me llevaré las cosas hoy mismo; he contratado un camión –le respondió Carlos, a la vez que se disponía a revisar el contenido del pequeño almacén.
Había numerosas antigüedades. Le llamaron la atención unas figuritas de cristal que representaban a fieros guerreros japoneses, con sus armaduras y katanas de vivos colores. Y le despertó la curiosidad una pequeña caja de color verdoso con un candado que impedía su abertura.
<<Trataré de abrirla en casa>>, se dijo antes de echar un vistazo a las piezas amontonadas. <<Lo demás lo venderé. Seguro que puedo ganar una buena cantidad si encuentro a un coleccionista interesado en este tipo de antiguallas>>.
Una vez en su casa, rascó la cabeza de su gato, Félix, y dedicó más de una hora a tratar de abrir la misteriosa caja, hasta que lo consiguió mediante el alambre de unos clips. Al levantar la tapa, una pareja de bailarines emergió del interior y bailaron un vals al son de una música algo tétrica. La bailarina llevaba un vestido y una corona negra; el bailarín lucía un elegante traje rojo.
¬–¡Qué decepción! –le confió a su gato–. Pensé que, al estar cerrada con candado, contendría algo más valioso .
Carlos cerró la caja, la depositó en una mesilla del salón y se fue a dormir.
Durante la noche, mientras Carlos se entregaba al sueño, la caja comenzó a brillar y se abrió por sí sola. Volvió a sonar la música tétrica, pero la pareja de bailarines, en vez de empezar a bailar se desperezaron antes de saltar a la superficie de la mesilla.
–¡Por fin! –exclamó la pequeña bailarina–. Estamos libres de nuestra prisión, amor mío.
–Llevamos mucho tiempo sin ver el mundo exterior.
–Maldito viejo entrometido… –masculló ella entre dientes–. Creyó que nos había encerrado para siempre.
–Olvídalo –le rogó él–. Ha llegado la hora de que cometamos algunas atrocidades.
–Pero, sabes que para librarnos de la maldición debemos poner a alguien en nuestro lugar. Disponemos solo de una hora.
El bailarín le tomó de las manos antes de decirle con una risa perversa:
–No te preocupes; tenemos al candidato ideal.
Saltaron al suelo y avanzaron sigilosamente hacia el dormitorio de Carlos. Enseguida le ataron las muñecas y los tobillos a la cama. Una vez terminada la tarea, la bailarina se acercó al rostro del sobrino y le propinó dos sonoras bofetadas para despertarlo.
Carlos se sobresaltó al contemplar la escena que tenía ante sí. No sabía si estaba soñando o se encontraba despierto.
–¿Qué demonios…? –empezó a preguntarse, antes de que lo interrumpiera el bailarín.
–¡Cállate! No tenemos tiempo que perder. Tu tío era un mago, como nosotros. Nos encerró tiempo atrás en la caja de música, pero ahora que ha muerto, tú nos has liberado para que ocupes nuestro lugar. Entonces recuperaremos nuestro cuerpo de carne y hueso.
Carlos, sin acabar de creerse aquello que estaba sucediendo, trató sin éxito de liberarse de las correas que lo mantenían inmovilizado. Entonces se puso a gritar pidiendo ayuda. En ese momento el hombrecito recitó unas extrañas palabras, hasta que una sustancia roja le brotó de la boca y del pecho. Poco a poco se giró para mirar, incrédulo, a su amante, quien sujetaba un diminuto puñal.
–Lo siento cariño –habló ella–, pero las reglas son claras: son dos los prisioneros que han de permanecer en la caja de música. De lo contrario, no funcionará el hechizo. Eras tú o yo, y acabo de elegir. Ahora, déjame terminar de recitar el conjuro.
El bailarín cayó de rodillas, malherido. Y sin que ella percibiera un fugaz movimiento, le arrancó el puñal para hundírselo en el vientre. Beatriz aulló de dolor.
-Perristiculs, psetsin, carvarrat… –dijo la muchacha entre dientes–. Libérame de la prisión y encierra en mi lugar a Fermín y a Carlos.