XIII Edición

Curso 2016 - 2017

Alejandro Quintana

La capitana

Juan Andrés Coromina, 16 años 

                                     Colegio Altair (Sevilla)  

Hacía semanas que había empezado a odiar el océano. Sus sentidos no se conciliaban con el telón inmenso de aquellas aguas que tenían presa a la nave. Sin viento, las velas estaban arriadas y sobre la cubierta reinaba un clima sesteante, empalagado con el yodo que rociaba los cabos y las maderas, que carcomía los metales y deshacía —impasible— la paz de los corazones.

Arturo, uno de los marineros, gastaba las horas con la música triste de su acordeón. Aquellas canciones parecían hablar de la distancia, del puerto, del hogar, de la familia… A pocos metros de él, Manolo, un muchacho de la inclusa de Cádiz, se entretenía con su navaja de empuñadura de nácar: con el doble filo sacaba virutas a tablillas mohosas, en busca de formas, como si estuviera esculpiendo nubes. Andrés, marinero viejo al que le cruzaba una cicatriz por el pómulo izquierdo, lanzaba sedales por la borda y destripaba sus trofeos, invadiéndolo todo con un hedor a bilis de pescado. Daniel era el más joven de todos, apenas tenía los dieciséis años cumplidos y, sin embargo, era capaz de llevar el timón de la galera. Rafael, el segundo de a bordo, siempre hablaba de la valentía del «lobillo de mar» y relataba una y otra vez cuando pescaron juntos un tiburón «que subió a la superficie desde el mismísimo infierno».

El capitán llevaba días encerrado en su camarote, ajeno a la apatía en la que estaba sumida su tripulación. Deberían haber llegado a puerto hacía algunas jornadas y la comida empezaba a escasear.

Un sentimiento de amotinamiento comenzaba a alimentarse. Los marineros hablaban de acabar con el ausente capitán y poner al mando al más fuerte y más valiente de todos, Nicolás de Castilla. Nicolás era alto y atlético, había participado en la captura de numerosos piratas ingleses y tenía más de una condecoración.

El joven Daniel supo del plan de motín, pero no era un chivato. Si algo había aprendido era que los delatores no suelen durar mucho. Aun así, tenía que advertir al capitán.

Decididó contárselo al único marinero en el que podía confiar,Rafael. Cruzó la cubierta hasta el puesto del timonel, donde se encontraba el segundo de a bordo. Entonces se percató de que su amigo no estaba solo, sino que hablaba con Nicolás:

—Rafael, sabes tan bien como yo que no puede ejercer de capitán —le decía este—. Por eso te propongo una solución que nos salve a todos.

—Te olvidas de quién es su padre y de lo que hizo por ti.

—En ningún momento me he olvidado de ello. Pero, piénsalo. ¿Qué prefieres, quitarle el mando o morir de hambre en medio del mar?

—Por mucho que me duela, tienes razón. Pero te pido que no le hagáis daño, que sea rápido y eficaz.

Daniel se sintió aterrorizado. No podía creer que Rafael estuviese de acuerdo con los traidores. ¡Tenía que alertar al capitán!

Corrió hasta el camarote principal y aporreó la puerta. Nadie le abrió. Insistió, pero no obtuvo respuesta. No podía quedarse de brazos cruzados, así que la forzó. Una vez dentro, movió un arcón para bloquearla. El camarote estaba a oscuras, apenas alumbrado por una vela a punto de consumirse.

—¡Mi capitán! —le llamó.

Apareció una mujer joven entre las sombras.

—Perdone, mi señora. ¿Ha visto al capitán?

—Lo tienes delante. Me llamo Ana Figueroa.

Daniel se quedó perplejo. ¿Cómo era posible que una mujer…?

—No me mires así.

—Pero, al embarcarnos, yo conocí al capitán, ¡y era un hombre!

La mujer se rio.

—Me vi obligada a disfrazarme. Si no, el práctico del puerto no me hubiese autorizado a llevar el barco.

Daniel no pudo articular ni el más simple de los fonemas.

—Chico, ¿a qué has venido?

Al fin pudo reaccionar

—Mi capitán… Es decir, mi capitana, venía a advertirle de un motín, señora.

Ana le miró con una sonrisa burlona que se fue transformando en una expresión mucho más dura al ver la seriedad de las palabras del muchacho. En ese instante, Nicolás entró en el camarote desplazando de un solo empujón el baúl que tanto trabajo le había costado mover a Daniel. Miraba de un lado a otro, buscando, hasta que su mirada se cruzó con la de Ana. Detrás del marinero aparecieron varios tripulantes más de la galera. Daniel permaneció junto a la capitana. De Castilla dio un paso adelante, sacó el arcabuz y apuntó a la joven:

—Ana, ríndete. No sabes dónde nos estás dirigiendo.

—¿Tenías noticias de que se trataba de una mujer? —inquirió Daniel, sin salir de su asombro.

Nicolás se rio.

—Yo mismo la ayudé a disfrazarse. Pero su falta de gobierno nos lleva a la perdición.

—Nicolás, no nos queda mucho, tal vez día o día y medio, pero tienes que confiar en mí —dijo la capitana.

—Ya hemos confiado lo suficiente. No deberíamos habernos embarcado con una mujer.

Un ruido sordo llenó el camarote. Una salpicadura de sangre manchó la cubierta. Inmediatamente se desplomó un cuerpo: Nicolás de Castilla había perdido la vida. Daniel, frente a él, sostenía el arma aún humeante, apuntando al lugar donde antes estaba el renegado. Bajó el arcabuz poco a poco. Mirando a Ana, le dijo:

—Un marinero debe obedienia a su capitán, sea hombre o mujer.

Y dicho esto, salió de la estancia.