XX Edición
Curso 2023 - 2024
La carcajada
Miguel Navarro, 15 años
Colegio Tabladilla (Sevilla)
Luis estaba completamente ebrio cuando le asestó el golpe de gracia a un hombre. Era tal su borrachera que no era capaz de recordar el nombre de su víctima, menos aún del motivo de la pelea. Con causa justificada o no, la víctima estaba desplomada y Luis sonreía jactancioso.
–Ahora habrás aprendido que no hay que meter las narices donde a uno no le llaman –proclamó al mismo tiempo que soltaba un escupitajo sobre la víctima–. Saluda al demonio de mi parte; estará encantado de conocerme.
Tras semejante demostración de vanidad, Luis se dirigió a la cocina de la casa para rebuscar en el frigorífico. Solo encontró un zumo caducado. Con cierta irritación se sentó en un taburete a intentar despejarse la mente. Hasta ese momento no había reparado en el silencio del hogar. Prefirió ignorarlo, ya que estaba absorto en sus pensamientos y el dolor de cabeza no parecía remitirle.
Hizo grandes esfuerzos por recordar lo ocurrido, pero le resultaba complicado. Algunos elementos fugaces iban y venían por su cabeza: una botella de Jack Daniels, una noche prometedora y otros detalles que se le escapaban.
«¡Qué más da!», se dijo. «Lo hecho, hecho está. No ha habido testigos. Además, a nadie le importan este tipo de cosas. Cuando encuentren el cadáver, estaré lejos de aquí».
Entonces escuchó una carcajada.
Se le heló la sangre; desconocía que hubiera alguien más en el apartamento. Quiso dudar si había oído bien, pero en el silencio de la noche aquella risa había sido nítida como el agua. A toda prisa abrió los cajones de la cocina, cogió un rodillo de madera y se armó de valor.
Se repitió la carcajada, que le sonó como si se mofara de él.
Desde la cocina partía un pasillo largo y estrecho, pero como estaba en penumbra, Luis no logró vislumbrar a dónde conducía. Avanzó cauteloso, aunque con la lógica torpeza de los beodos. A cada paso, el parqué rechinaba y se hundía levemente bajo su peso. Sus hombros rozaban la pared y caminaba encorvado a causa de la poca altura del techo.
La carcajada volvió a repetirse, esta vez más fuerte. Luis supo que iba en buena dirección. Avanzó unos metros y se detuvo. Sospechaba que en la habitación contigua estaba el origen de las risas; no obstante, quería asegurarse de ello, así que esperó… pero no hubo otra carcajada.
«¡Sucia alimaña! Te voy a enseñar lo que se hace con los niños malos», masculló en pensamientos y empuño con más fuerza el rodillo. Con una firmeza fingida, dio el paso final. Abrió la puerta y giró el rostro a ambos lados, esperando encontrarse al dueño de la maquiavélica sonrisa, pero allí no había nadie. El viento siseaba contra la ventana.
Sin bajar la guardia se secó el sudor de la frente. Estaba aterrado. Una vez alguien le contó que el miedo no tenía límites: cuando alguien cree que la cosa no puede ir a peor, el horror engendra más horror.
–No deberías estar despierto a estas horas, muchacho –se atrevió a decir–. No tengas miedo de mí; papá Luis va a enseñarte qué se merecen los niños malos. Así que, dime, ¿dónde te escondes?
–Estoy aquí.
Aquella respuesta fue como un zarpazo helado. Luis, sin miramientos, se dio la vuelta para encontrarse con su oponente. En el pasillo que acaba de recorrer había un muñeco, un niño de cartón vestido con ropajes, como si fuera la marioneta de un ventrílocuo, sentado en una silla. Su atenta mirada paralizó a Luis, que cerró los párpados con fuerza.
«¡Eso, antes no estaba ahí! Tranquilo; es producto de tu imaginación. No existe. Lo que hace que lo veas son las cuatro copas que llevas en lo alto. Cuando vuelvas a mirar no habrá nada; todo seguirá igual: el zumo caducado, el cadáver y tú».
Abrió los ojos, tiró al suelo el rodillo y echó a correr. Brincó sobre el cuerpo del hombre, y se plantó en la puerta de salida a la calle. De una mesita contigua tomó las llaves de su coche. Antes de darse cuenta, estaba pisando el acelerador.
Sintonizó la radio. Loquillo cantaba “Cadillac solitario”. No aspiraba en ese momento a otra cosa que continuar carretera adelante, alejarse de aquel inquietante lugar. Para recuperar el ánimo se puso a tamborilear con los dedos sobre el volante. Dejó atrás la ciudad.
Vislumbró un bulto en medio de la carretera. Frenó de golpe, apagó el motor y bajó al asfalto. Delante del coche no había nada. Pensó que habría atropellado aquel bulto. Intrigado, se agachó para examinar debajo del parachoques. Nada. Pero antes de incorporarse se encendieron los faros del vehículo. Luis se quedó inmóvil. Acto seguido, el motor se encendió, se revolucionó y el automóvil chocó contra él.
Luis salió despedido a varios metros del arcén. Aunque el golpe había sido mortal, continuaba con vida. Tirado entre las hierbas especuló acerca de cuántos órganos tendría rotos. Dolorido, abrió los ojos. El muñeco del niño estaba sentado sobre su pecho. Se cruzaron una mirada y el espantajo se rio.
–Esto es lo que les ocurre a los borrachos asesinos.
Y volvió a carcajearse.