XVI Edición

Curso 2019 - 2020

Alejandro Quintana

La carga

Jaime Llop, 17 años

                  Colegio Munabe (Vizcaya)  

Claudio llevaba más de una hora ante el castillo, apoyado en una maqueta del edificio hecha en bronce. Las murallas y las torres se erguían majestuosas ante él, que trataba de reproducirlas en su cuaderno de dibujo. Una y otra vez trazaba líneas con un lápiz, pero enseguida las borraba. De pronto vio salir por el portón a sus padres junto a su hermana pequeña, que echó a correr hacia él.

–Tienes que entrar a verlo… Es chulísimo. En sus salones hay armaduras, espadas, escudos antiguos... Papá me ha dicho que después de las batallas hacían bailes para celebrar las victorias. Ah, y abajo hay unas celdas con barrotes que me han dado mucho miedo. Según mamá, en ellas encerraban a la gente mala

Claudio no le escuchó. Pensaba malhumorado en que otra vez había perdido el tiempo, ya que en el papel solo se distinguían las manchas producidas por el pasar de la goma repetidas veces. Había empezado por el pico del tejado de una de las torres, pero al avanzar se encontró con que había confundido la proporción del conjunto. Entonces había elegido otro punto distinto de la construcción, para borrarlo poco después. Y escogió otro comienzo y volvió a borrarlo. Había dejado sobre la superficie blanca las señales de su fracaso. De hecho, todo el cuaderno presentaba distintas manifestaciones de su incapacidad para ser artista.

En el coche tuvo que escuchar de nuevo la descripción del interior de aquel edificio, esta según la versión de sus padres. No participó de la conversación, hasta que su madre le preguntó:.

—¿Cuándo podremos ver tus dibujos? 

—Aún no, mamá.

—Pero si llevas trabajando en ese cuaderno desde que viajamos a París. Recuerda que el tío Pierre te lo regalo convencido de que eres un artista. Con todo el tiempo que llevas con él, debes estar a punto de quedarte sin hojas. ¿No necesitas que te compre uno nuevo?

—No, aún me quedan algunas— respondió Claudio sin revelarle que en el bloc no había un solo dibujo.

Pensó que el cuaderno era como la arena de una playa: la marea se llevaba inexorablemente sus ilustraciones. El chico era a un mismo tiempo artista y crítico severo, creador y destructor de su propio trabajo.

La familia insistió en ver los misteriosos dibujos de Claudio, y eso que a la hermana y al padre el arte no les atraía y juzgaban exagerado el interés de la madre, que se figuraba que podría comprobar la evolución del trazo de su hijo a lo largo de las hojas de la libreta, como ella misma había contemplado la de famosos dibujantes en algunos museos. ¡Qué contentos se pondrían ella y Pierre al conocer el resultado!

La noche de San Juan la familia se encontraba alrededor de una hoguera, entre la multitud. La niña, atraída por las llamas, se había acercado al fuego acompañada por su padre. 

Claudio les observaba distraídamente. De pronto su madre, que se encontraba a su lado, le mostró el cuaderno. Al verla en posesión de su secreto, creyó que le había descubierto. Se imaginó la desilusión que se habría llevado al descubrir que todo era un embuste. Avergonzado, se dispuso dar unos pasos de espaldas para después desaparecer rumbo a casa, pero se cruzó con la mirada de ella, quien le habló en su tono habitual de voz:

—Admito que me he tenido que resistir para no curiosear tu obra —le dijo–. ¿Recuerdas un cuadro que te enseñé, reproducido en un libro: “La fiesta de san Juan”, de Jules Breton? El caso es que he pensado que tú podrías dibujar ese mismo motivo. Toma –le tendió el bloc–. Ah, y el lápiz… que casi se me olvida. ¿Cómo vas a dibujar sin tu lapicero?

Claudio, más tranquilo, después de alejarse de su madre se camufló entre la multitud. Pensó que no podía seguir engañando a quien quería tanto. Por eso salió de la algarabía con la intención de dibujar, y esta vez de verdad. 

<<¡Soy un artista!>>, se dijo.

Bajo la luz de la primera farola que encontró, abrió el cuaderno por una página al azar y empezó a dibujar aquel grupo de gente que estaba alrededor del fuego. Era muy difícil, pues las personas se movían de continuo. Pero pronto sus ilusiones se desinflaron, ya que una vez más no estuvo satisfecho con sus primeros bosquejos. Cuando se dispuso a borrarlos, se percató de que no tenía goma. 

Cerró el cuaderno y, con rabia, partió el lápiz por la mitad. Entonces echó a correr hacia el alboroto y penetró entre la muchedumbre. Sabía que por portar el cuaderno de dibujo, la gente creería que él era un pintor. Esto le provoco tanta desazón que llegó junto a la hoguera. Cuando sintió el calor de las llamas, lanzó al fuego aquellas hojas que tanto le habían hecho sufrir. Al ver cómo se prendían, se sintió al fin libre y se unió a la gente que celebraba la noche de San Juan.