XIII Edición
Curso 2016 - 2017
La carga
María Lucini, 16 años
Colegio Puertapalma (Badajoz)
Caminaba por un sendero flanqueado por altos árboles. El sol brillaba con fuerza, pero una leve brisa y la sombra que producían las copas de los árboles mantenían al caminante a salvo del calor. El paisaje era muy bello, pues el bosque rebosaba vida: al caminante le llegaban los sonidos que emitían los pájaros y un pequeño riachuelo lo acompañaba con el cantar de sus aguas mientras avanzaba.
A cada paso que daba descubría nuevas especies de arbustos, cuyas coloridas flores le animaban a seguir, como los animales que salían a su paso. El bosque le había hecho olvidar el peso que cargaba. Sin embargo, estaba unido a una roca que lo superaba dos veces en tamaño. Lo ataban a ella unas cuerdas que tenía enroscadas en los brazos y las piernas. La más gruesa, la que más le oprimía, le rodeaba la cintura. Claro que no tenía que preocuparse por eso ahora, no mientras estuviera en la arboleda.
Continuó andando a la vez que disfrutaba de la belleza del entorno, pero eso duró poco. Sin aviso, el bosque se quedó atrás y fue sustituido por un desierto árido. Sin árboles, el caminante no tuvo donde cobijarse del sol que le quemaba la piel. La arena ralentizó su paso y lo hizo más pesado: caminaba entre las dunas, realizando un esfuerzo sobrehumano. El sudor le caía por la frente y la espalda. Los lugares por los que le sujetaban las cuerdas le escocían de forma insoportable. Aun así, siguió, poniendo sus capacidades al límite. Pero llegó un momento en el que no pudo más.
Paró, decidido a usar la navaja que ella, la culpable de su sufrimiento, le había dado cuando accedió a llevar la carga, en un momento de debilidad y buenos deseos en el que ambos confiaron en que él sería capaz de llevar aquel peso.
Comenzó librándose de las ligaduras más finas, las que le maniataban las muñecas y los tobillos. Cortó y cortó durante un buen rato, respirando con alivio cada vez que rompía una atadura. Finalmente, no le quedó más que la cuerda de su cintura.
Se había deshecho de las ligaduras con un solo tajo, pero sospechó que con la soga más gruesa no sería tan fácil. Lo confirmó al comprobar cómo la atadura ni siquiera salió dañada con el roce de la navaja. Además, sintió que le llegaba una puñalada al corazón. Aquel nuevo dolor le cogió desprevenido y le tiró al suelo, donde permaneció paralizado durante unos instantes. Pero no quería rendirse; se levantó y volvió a intentarlo.
Con el segundo tajo, llegó una segunda puñalada. Y no había una sola marca en la cuerda. A pesar de que apenas le quedaba aliento, estaba decidido a terminar lo que había comenzado.
Cada puñalada dolía más y necesitaba descansar después de cada tajo. Tras muchas horas, logró dejar algunas señales de su esfuerzo en la soga. Pero su liberación seguía lejos y el dolor lo estaba matando. Entonces, preso de la frustración, comenzó a cortar la cuerda con furia, de forma continuada, pero su corazón recibió un nuevo golpe, como un puñetazo. En ese momento rompió a llorar y se derrumbó bajo el sol, que seguía hiriéndolo, implacable. Tras un rato logró secarse las lágrimas y ponerse en pie. Se resignó y permitió que las cuerdas que había soltado volvieran a atarle.
Se alejó a través de las dunas, consciente de que nunca se libraría de su carga.