XVIII Edición
Curso 2021 - 2022
La casa de mis abuelos
Rebeca del Pino, 14 años
Colegio Sierra Blanca (Málaga)
Entrar en la casa de mis abuelos es como hacerlo en la mente de un alma imaginativa, como abrir las puertas del reino de los cuentos. Cada objeto tiene una historia. Abundan los relojes, que mis abuelos han ido trayendo de sus viajes. Los hay de Brasil, China, Japón, India… Uno de ellos en muy especial, pues no solo vino de lejos sino que tiene más de doscientos años.
Se trata de una reliquia que proviene de una familia de aristócratas del siglo XVIII, que para enfrentarse a una crisis económica tuvieron que empeñarlo. La tienda de empeños no tardó en venderlo a un anticuario, donde acumuló polvo durante cien años más, hasta que mi abuelo entró en la tienda y lo compró. Desde entonces puedo observarlo sobre de la repisa del salón, imaginándome la de horas que lleva marcado sin descanso.
Otro objeto singular de la casa es el collar de perlas de mi abuela. Son pequeñas y están unidas por un fino hilo, enlazadas de forma sencilla pero elegante. Resulta que esta singular joya marina también tiene mucho que contar: un invierno mis abuelos salieron a dar un paseo por la costa, en un rincón de China. Junto a la playa había puestos de vendedores de perlas. En uno de ellos, el tendero había conseguido vender todos sus abalorios, salvo uno. Al ver pasar a una pareja de transeúntes abrigados, decidió tener con ellos un gesto de generosidad: se acercó y le entregó a la señora el collar de perlas a modo de regalo. Desde entonces mi abuela lo guarda en su joyero, encima de la mesa, donde puedo verlo y recordar su original historia.
Estas anécdotas no me las han contado los objetos, por supuesto, sino mi abuelo, que con su capacidad para narrar y el punto de originalidad que le caracteriza, me divierte en las tardes que paso con él. Lo que me recuerda que no he contado la historia de la peonza de mi padre...
Era un pequeño trozo de madera que él recogió del suelo y se lo llevó a casa. Empezó por quitarle las astillas, luego lo redondeó y afiló uno de sus extremos. Por último, lo pintó con unas delgadas líneas de colores. Ya no era un tarugo de madera que quedaría consumido por las llamas de una chimenea en invierno. Mi padre buscó una cuerda con la que lanzarla. Se divertía mucho con la peonza, que sacaba todos los días para jugar en la calle (en aquellos tiempos, mi padre era un niño). Pero con el tiempo dejó la infancia y la olvidó en un cajón. Yo la rescaté de la mesilla de su viejo cuarto, y de vez en cuando juego con ella.
Esto no es, ni mucho menos, todo lo que uno puede encontrarse en casa de mis abuelos, pero no tengo tiempo para más. Ahora mismo tengo que ir a visitarlos, para sumergirme en la magia de sus historias.