XVI Edición

Curso 2019 - 2020

Alejandro Quintana

La chica del autobús 

Jorge Buenestado, 18 años 

Colegio Mulhacén (Granada) 

La primera vez que la vi fue la tarde de un viernes. Me dirigía hacia la parada tras haber acabado las clases. Necesitaba subirme en el autobús que estaba a punto de llegar, porque si no tendría que esperar una hora, así que hice un sprint para alcanzarlo. Fue en vano: cuando llegué a la marquesina ya había arrancado y se marchaba. Fue entonces cuando la descubrí sentada tras una de las ventanillas. Llevaba el pelo castaño recogido en un moño improvisado, sujeto por un lápiz, y leía una edición antigua de mi libro favorito, lo que me sorprendió. Apenas pude ver su rostro un par de segundos, pero se me quedó grabado a fuego. Aquella noche divagué sobre su posible historia, tal como me divierte hacer con algunos desconocidos que llaman mi atención.

Una semana y un día más tarde volví a verla. Yo me encontraba en la parada, con la cabeza en las cosas que me habían ocurrido durante el día y jugueteando con un trozo de papel para tener las manos entretenidas. Llegó el autobús, subí, pagué el billete y me senté. Entonces levanté la vista y me la encontré, sentada en el mismo sitio que la semana anterior, en esta ocasión con el pelo suelto y mirando ensoñadora a través de la ventana. Aprecié con detalle sus rasgos, su cara llena de pecas y las incontables pulseras que llevaba en la muñeca izquierda. 

En el mismo trozo de papel con el que antes yo jugaba, escribí mi cita favorita del libro, y lo doblé hasta convertirlo en un barquito. Antes de que me diese cuenta, había llegado mi parada. Rápidamente me levanté, olvidando el barquito en mi asiento. Desde la calle observé a la chica desconocida, que había desplegado el origami y leía la cita. Cruzamos nuestras miradas y en un instante la perdí de vista. El autobús se alejó. 

La tercera vez fue un par de semanas más tarde. Casi me había olvidado de sus rasgos. Era un miércoles por la mañana y me dirigía a clase. Como el sueño me acosaba, ya que con las prisas había olvidado tomarme una taza de café, dormitaba contra la fría ventanilla. De pronto crucé mi mirada con la suya. Se encontraba en otro autobús, frente al mío, de la misma línea pero en dirección contraria. Se había cortado el pelo, que se sujetaba con un tipo de flor que no supe reconocer. Ella se dio cuenta de que era yo quien la miraba, pues sacó el barquito de papel de su bolso y me sonrió. Sin saber cómo actuar, levanté torpemente una mano para saludarla. Pero en apenas unos segundos nos alejamos en direcciones contrarias.

La cuarta tuve suerte, pues apenas habían transcurrido dos días. Fue la noche del viernes, como la primera vez. Me había pasado ese par de días curioseando tras los cristales de cada autobús con el que me topaba. Sin embargo, en aquella ocasión fue ella quien me encontró. Yo volvía a casa, en el mismo asiento de la otra vez. Cuando ella subió, llevaban una flor distinta tras la oreja. Le sonrió al conductor tras pagar el billete y puso cara de sorpresa al verme. Tomó asiento a mi lado y aquel breve tramo de viaje lo pasamos conversando animadamente sobre el libro que ambos conocíamos, como si fuésemos amigos desde hacía tiempo. Me gustó lo amable y educada que era y su facilidad para bromear. Antes de bajarme en mi parada, le pregunté su nombre. Silvia. 

Aquella noche me quedé despierto hasta tarde, dibujando su rostro en mi cuaderno, que contenía los trazos de medio centenar de personas que he conocido. Le coloqué una flor tras la oreja, el pelo sobre los hombros, incontables pecas en el rostro y unos ojos repletos de sabiduría. Sin embargo fui incapaz de hacer justicia a su sonrisa, por lo que no llegué a terminar mi obra. Me prometí que la próxima vez que la encontrara le preguntaría sobre su vida y que después lograría que nos empezáramos a ver por la ciudad. 

Pero no hubo una quinta vez.