XI Edición

Curso 2014 - 2015

Alejandro Quintana

La chica invisible

Carmen Rodríguez Baleato, 15 años

                  Colegio Grazalema (El Puerto de Santamaría)  

Cristina era una niña bajita y morena, ni fea ni guapa; simplemente, pasaba desapercibida.

Apenas sabíamos nada sobre ella, salvo que era bastante buena en Matemáticas y realmente mala en deporte. Por decirlo de algún modo, parecía no entender que el baloncesto consiste en meter el balón en una canasta y no en correr en dirección contraria a la de tu equipo. Por lo demás, Cristina era una más de los casi mil alumnos que componían mi colegio.

En el otro extremo estaba Lucía: rubia, guapísima, alta, delgada, inteligente, deportista como la que más y muy, muy popular entre el alumnado. Podría parecer exagerado, pero esa era la imagen que todos teníamos de ella.

Un lunes, a las once y media de la mañana, sonó el timbre que ponía fin al recreo. Llegamos al aula para comenzar la clase de Lengua. Poco a poco, cada uno fue ocupando su sitio.

-Carla Ruiz.

-¡Aquí!

-Pedro Pérez.

-Presente.

-Lucía.

-…

-¿Dónde está Lucía?

-Qué raro; nunca llega tarde –dije yo.

-Antes hablé con ella y no tenía buena cara –comentó Juan.

-Yo la he visto entrar en el cuarto de baño –habló Alejandra.

-A mí me ha dicho que tenía algo importante que hacer –señaló Gema-, que ya lo descubriríamos.

En ese momento Cristina dio un salto en la silla y salió corriendo, dejándonos a todos pasmados.

No sabíamos lo que había ocurrido tres días antes:

-Perdona Lucía, pero no he podido evitar escucharte… Ya sabes... llorar. ¿Estás bien?

-Sí, gracias -. Aún tenía los ojos rojos.

-Es que… Yo… Se te cayó esto del bolsillo.

La carrera de Cristina le llevó a los servicios del gimnasio.

-Vamos, Lucía, abre la puerta. Así no conseguirás solucionar nada –esperó a que le respondiera, pero nuestra compañera no soltó una palabra-. Confía en mí, por favor; te voy a ayudar.

Lucía estaba encerrada en uno de los baños, sentada en el suelo, llorando desconsoladamente y con una navaja en sus manos.

Estaba embarazada de tres meses y se sentía incapaz de afrontar esa situación. No quería acabar con la vida de su hijo, pero tampoco llevar la gestación adelante. Su determinación era morir con él.

Cristina golpeó la puerta hasta que consiguió abrirla. Le arrancó la navaja de las manos y se abrazó a ella con todas sus fuerzas.

Seis meses después un niño precioso veía la luz en el hospital Gregorio Marañón. Se llamaba Luis y le debía su vida a Cristina, sí, esa Cristina a la que todos creíamos casi invisible.