XVIII Edición
Curso 2021 - 2022
La daga de oro
Irene Beltrán, 17 años
Colegio Vilavella (Valencia)
El lugar se hallaba completamente a oscuras. Parecía como si la luz no se atreviese a existir, pues resultaba imposible apreciar siquiera un ápice de ella. Sin embargo, esto carecía de importancia para el hombre que, cual pantera sigilosa, se deslizaba entre los pliegues de las tinieblas.
Hacía bastante tiempo que no se paseaba por aquellas paredes de piedra, pero recordaba hasta el último detalle de la sala número diez del célebre museo madrileño. De hecho, el sobresaliente de la esquina en la que una vez dio un traspiés todavía presentaba algunas manchas de su sangre. Parecía que o bien nadie se había atrevido a limpiarlas, o bien nadie había sido lo suficientemente observador para fijarse en ellas. Una sonrisa malévola se dibujó en sus labios. Aquello le resultaba divertido en cierto modo. Podía llegar a considerarlo como una especie de juego macabro.
Decidió centrarse por completo en el objetivo por el que se había liberado a sí mismo después de tantos años: recuperar lo que un día fue suyo, antes de que se lo arrebataran cruelmente. La daga de oro, que había pertenecido a su familia desde varias generaciones atrás, se mostró ante sus ojos como la isla que aparece ante el marinero extraviado. Muchas habían sido las noches en las que había tratado de recuperarla; por fin se hallaba ante su mirada, tal y como la recordaba.
No se detuvo en admirarla: unos repentinos pasos acelerados le recordaron que, a pesar de que las cámaras del museo no podían captar su presencia, eran capaces de percibir el sonido. La tapa de su sarcófago estaba tendida en el suelo bocarriba. Era obvio que el roce que hacía con el suelo había llamado la atención de los vigilantes. En un ágil y súbito movimiento, tomó la daga y se apresuró a regresar al féretro en el que llevaba momificado desde hacía más de veinte siglos. Tomó la cobertura y la cerró. Regresó el silencio.
Los guardias de seguridad del museo del Museo Arqueológico Nacional encendieron las luces de la estancia que, desde hacía unas horas, albergaba una colección única sobre el Antiguo Egipto que iba a abrirse al público al día siguiente. Se dieron cuenta de que algo no encajaba: la pieza estrella de la exposición se encontraba, de forma extraña, levemente inclinada hacia la derecha. Era el ataúd que albergaba la momia de Tutankamón.