XI Edición

Curso 2014 - 2015

Alejandro Quintana

La doncella

Jaime Ortega, 18 años

                  Colegio Tabladilla (Sevilla)  

¿Quién no teme la oscuridad? Nos asusta de niños y nos inquieta una vez hemos crecido, como si fuera la semilla de una mala hierba que se nos hubiera quedado prendida en el corazón. Pero si buscamos el motivo, nos cuesta darle una explicación. Tal vez la razón de nuestro miedo es la inquietud ante lo desconocido, aquello que no tenemos bajo control. Sin luz dejamos de percibir el mundo que nos rodea. Sin luz podemos tropezarnos. Sin luz no detectamos si alguien se encuentra a nuestro lado. Pero hay quienes han conseguido superarlo gracias a ciertas experiencias que les han hecho dirigir sus miedos a algo distinto a la oscuridad.

Otras personas nunca le han tenido miedo a nada, como la doncella, que había comandado ejércitos en batallas en las que su inferioridad numérica era notable. Se había encontrado sola, rodeada de enemigos, pero su valor no mermó y siguió luchando.

Se encontraba sola, en la oscuridad de una celda. Al extender los brazos podía tocar las dos paredes que la aprisionaban. Sabía que su vida iba a finalizar, que acabaría en cuanto fueran a buscarla. Aun así, el miedo no le llegó al corazón ni una sola vez.

Escuchó el tintineo de las armaduras de los soldados que venían a buscarla. Eran siete los asignados para escoltarla.

<<Creerán que voy a intentar a escaparme>>, pensó.

Pero estaba resignada a su suerte. Había sido traicionada y no le quedaban fuerzas para luchar.

La esposaron para mayor seguridad y la condujeron afuera. Como su calabozo se encontraba en lo más profundo de la fortaleza, al salir el sol la deslumbró. Tuvo que mantener los ojos cerrados unos instantes. Había pasado demasiado tiempo a oscuras.

Los soldados no tuvieron contemplaciones y la empujaron para que siguiera caminando hasta el patio de armas. Allí la subieron a la pila, la amarraron a una viga y le leyeron los cargos de su condena.

La doncella no escuchó. Miraba a la gente, pues quería descubrir si alguien sentía lástima.

Nadie le mostró compasión.

Permaneció indiferente, tal vez efecto de una mezcla de valentía y resignación.

El verdugo se acercó con una antorcha para prender fuego a la hoguera. Ni siquiera la miró.

La odiaban, sin imaginarse que sería recordada como la más grande heroína que vieron los siglos.

Ella era Juana de Arco.