XIII Edición

Curso 2016 - 2017

Alejandro Quintana

La enfermera 

Pablo Villar, 16 años  

                Colegio El Vedat (Valencia)  

A mis treinta años había visto de todo; había experimentado en mis carnes la desesperación, el sufrimiento, el dolor... Era enfermera en un hospital en el frente durante una guerra en la que se perdió mucho más de lo que se ganó. Eso no significa que mi bando perdiese; ganamos la guerra y todo el mundo lo celebró, menos mis compañeras y yo, porque nuestra batalla no acababa hasta que la enfermería quedase vacía.

El hospital se encontraba en una explanada. Tenía momentos en los que me quería sentar a que me atendiesen a mí, pero se me pasaba rápido cuando comprobaba el estado de los recién llegados, ya que entendía que ellos darían lo que fuese con tal de poder estar de pie como yo.

A medida que pasaban los días, el hospital se iba vaciando. Daba gracias a Dios por ello, pero un mes después del armisticio todavía quedaban pacientes. Como mi casa había sido destruida en un bombardeo, no podía regresar, al contrario que mis compañeras, que se fueron marchando poco a poco. Tampoco tenía una familia que me estuviera esperando, pues dos de mis hermanos habían fallecido en primera línea de batalla. Mi hermana mayor, que era monja, tuvo el peor de los finales posibles: sorprendida en su convento, ella y todas las hermanas sufrieron la violencia de unos soldados. Murió después de tres días de agonía. ¡Cuánto dolor les habría producido a mis padres este hecho, si ellos no hubiesen perecido antes!

Solo me quedaba mi hermano mayor, Iñaki. Llegó al mundo peleando contra las dificultades que sufrió en el parto y años después se convirtió en uno de los héroes de la Marina. Corrían historias de sus hazañas, que no tenían nada que envidiar a los doce trabajos de Hércules, según contaban. Pero yo no me las creí por lo exageradas que sonaban, y por lo patoso que sabía que era él. Todavía recuerdo cuando de pequeños, en la boda de nuestra prima, se metió en las cocinas para buscarme un dulce. Al rato sonó un estruendo de platos cayendo al suelo… De lo que nunca tuve dudas fue de su valentía.

Una tarde, mientras me limpiaba la sangre tras una operación de extracción de metralla, me dijeron que había llegado el correo. Eran habituales las cartas de Iñaki, debido a nuestro propósito de mantenernos en contacto. Pero para mi sorpresa, en vez de una carta suya se trataba de un sobre de la Marina. No me hizo falta abrirla para saber el contenido de aquel mensaje. Subí a la azotea para quedarme sola y abrí la solapa con sumo cuidado. Me notificaban la muerte de mi hermano. Dejé de leer la carta. La rompí y comencé a llorar hasta que me quedé dormida.

Me desperté con los primeros rayos de sol. Recogí los pedazos de papel después de limpiarme la cara. Pude distinguir unas dolorosas líneas: «Me veo obligado a informarle de que su hermano tuvo un hijo con una mujer que falleció al dar a luz. Dado que usted es la única familiar con la que hemos podido contactar, si no se hace cargo del pequeño nos veremos obligados a llevarlo a la inclusa».

Hice la maleta con mis pocas pertenencias. Como la guerra había acabado, los superiores me dieron permiso para ir a recoger a mi sobrino. Durante el viaje tuve tiempo para organizar mis pensamientos. Me sorprendía que mi hermano no me hubiese contado nada de aquella mujer ni del embarazo. Supuse que se debió extraviar alguna de sus cartas.

Cuando llegué y tomé al niño en brazos, olvidé por un momento todo el sufrimiento pasado y empecé a pensar qué tipo de vida le esperaba a aquel pequeño, sin un padre ni una madre que lo cuidasen… Pero lo miré a los ojos y supe que todo iba a salir bien…

Al acabar de leer el texto, di una larga calada al puro habano que estaba fumando, miré el cuaderno con cariño y lo volví a guardar en la caja que, entre otras cosas, mi tía me había dejado en herencia. En su interior encontré también otro sobre, en el que ponía «Marina real», pero para mí lo más importante era el diario donde relataba toda su vida, incluido el momento en que me acogió.

Me levanté del sillón, guardé la caja en el fondo del armario —otra de las antigüedades que había heredado de ella—, apagué el puro, y me fui con mis queridos hijos y mi hermosa mujer. Había fallecido la única familia que había tenido por mucho tiempo, pero seguí su ejemplo y dejé de mirar a lo que había pasado para seguir adelante.