IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

La escalera

Beatriz Fdez Moya, 15 años

                 Colegio Entreolivos (Sevilla)  

Un joven caminaba a paso ligero, escondido entre las sombras de los altos edificios. Llevaba la capucha de su sudadera calada hasta los ojos. Lo único que se podía apreciar de su rostro era una afilada nariz y una barba de tres o cuatro días. Ponía mucho empeño en mantenerse oculto, evitaba la luz de las farolas y tomaba siempre calles secundarias. Portaba, con ambas manos, un paquete envuelto en mantas.

Se detuvo para mirar atrás en busca de posibles testigos, pero las calles estaban desiertas. Finalmente sus pies se pararon delante de un edifico de aspecto imponente que tenía en la parte central unas grandes escaleras. “Casa de amparo para niños sin techo”, se podía leer en el rótulo que coronaba la entrada. Al posar el paquete con sumo cuidado al final de la escalinata, vaciló. Tan sólo fue un segundo. Respiró hondo y lo soltó por fin. Colocó un sobre entre los pliegues de la manta y se dispuso a marcharse. Pero tan sólo le había dado tiempo de poner su pie derecho sobre el primer escalón cuando se dio cuenta de que le contemplaba un hombre de mediana edad.

-Buenas noches –le saludó cortésmente con un acento muy marcado-. Creo que no me equivoco al suponer que, en realidad, usted no quiere dejar al pequeño a merced de lo que el destino tenga preparado para él. Recapacite en lo triste que será su vida si acaba teniendo como padre a un tipo como yo.

Y sin decir ni una palabra más, el extraño se marchó silbando una alegre melodía. Aparentemente indiferente, el joven bajó el resto de escalones y torció por la esquina, pero no fue capaz de llegar muy lejos. Las palabras que aquel señor se le habían quedado grabadas. Él nunca había sido partidario de abandonar al bebé, pero Laura tan sólo se había comprometido a aguantar los nueve meses de embarazo con la condición de no volver a saber nada del niño. Las cosas se habían precipitado: el pequeño había llegado demasiado pronto y de forma inesperada. Habían discutido mucho. Ella quería abortar, pero como mejor opción consideraron que nada más dar a luz él lo llevaría a un orfanato. Ambos sabían que tras el parto sus caminos se separarían: lo único que los había unido había sido el embarazo.

El joven volvió a subir las escaleras y se colocó en cuclillas al lado del paquete. Apartó las mantas y por primera vez miró el rostro del bebé. Padre e hijo se contemplaron. El joven miró sus ojos y se vio como reflejado en un espejo. Eran exactamente iguales a los de Laura. La manita se cerró en torno a su índice. Reconfortado, se dispuso a dormir.

Una lágrima rodó por la mejilla del joven. Ya nada sería capaz de separarlos. Levantó el bulto y comenzó a bajar las escaleras por segunda vez en la noche. Y por segunda vez alguien contemplaba la escena. Laura. El rostro del joven se iluminó. Bajó de un salto y se abrazaron. Las palabras no subían a su garganta. Daba igual. Laura había ido a buscarle por la misma razón por la que él había vuelto a subir las escalinatas. Se habían dado cuenta de que, desde el momento en que dio a luz, eran una familia en la que no podían abandonarse.