IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

La fortaleza de una madre

Nuria Hernández, 16 años

                  Colegio Guadalaviar (Valencia)  

Una estación de metro abarrotada era con lo que Elena siempre solía encontrarse al volver a casa. Pero esta mañana Elena estaba sentada, mirando al suelo. Más de un tren había pasado y aún no había subido a ninguno.

Hacía una semana que había ido a hacerse unos análisis rutinarios y los resultados le llegaron ayer. Le llamó personalmente el doctor para decirle que tenía que ir a verle con urgencia. Habían encontrado algo que no esperaban. Elena se había asustado, por su bebé más que por su propia salud. Estaba embarazada de cuatro meses y nunca había sido tan feliz. Aguardaba con su marido el momento de besar a su hijo.

El doctor Bonet le invitó a sentarse y después empezó a hablar de una enfermedad de la que, ahora, ella ni siquiera recuerda el nombre. Le explicó que no la tenía ella, que era de su bebé y que era preciso intervenir. Elena no daba crédito a lo que estaba escuchando y a duras penas pudo pedir más información. El doctor le aclaró que el niño no correría peligro en un principio, que lo que preocupaba era la salud de la madre. Añadió que la operación era voluntaria y que si Elena no quería, no tenía por qué someterse a ella. Pero, en ese caso, habría que contar con el riesgo, bastante probable, de perder al niño.

Elena aún no había tomado ninguna decisión y tampoco se lo había contado a Carlos. Sabía que las posibilidades de que ella saliera con éxito de la operación eran tan pocas como las que el niño muriera si no se intervenía.

Una mujer se sentó a su lado. En los brazos llevaba a un niño de dos años que lloraba. Comenzó a mecerlo y a darle golpecitos en la espalda a la vez que le susurraba:

-Ya, amor, mamá está aquí para cuidarte. No llores, Pablito, yo te protejo.

Comenzó una canción de cuna que consiguió tranquilizarlo hasta que el niño apoyó su cabecita dorada en el hombro de su madre.

Elena lloró en silencio al tiempo que se presionaba su vientre e imaginaba que le daba la mano a su bebé. En un momento se le han disipado las dudas. Aunque le asusta tanta claridad, mira a la mujer que tiene al lado y después a su hijo. Ha llegado otro tren. Se ve reflejada en la puerta del vagón. Entonces descubre que no está sola, que su hijo también se refleja sobresaliendo redondeadamente en su cuerpo. Subió al vagón.

Cuando llegó a casa ya no le quedaban lágrimas. Serena y muy segura se lo explicó todo a Carlos. Elena ha decidido proteger al pequeño como la mujer del metro.

En la puerta del quirófano Carlos besó a su mujer. Tal vez era la última vez que lo hacía. Una camilla con la persona que más quiere en el mundo se adentra en la sala de operaciones. Él no deja de caminar, inquieto, de un lado para otro, preocupado, impotente. Le duelen los pies pero no se da cuenta. Las lágrimas descienden por sus mejillas pero no las siente, está rezando. No cesa de repetir: “Déjamela, déjamela”.

No sabe cuánto tiempo ha transcurrido, parece que siglos, cuando el doctor Bonet abre la puerta para cambiar para siempre la vida de Carlos. Le sonríe.

-La operación ha sido un éxito. No he operado nunca a una mujer que tenga tantas ganas de vivir y de conocer a su hijo, ni a un hijo con tantas ganas de conocer a su madre.

Carlos le abraza y no puede esperar a reencontrarse con su mujer y ver a su hijo. Cuando, por fin, puede acariciarlos, Elena señala al pequeño que duerme en la incubadora. Débilmente, susurra:

-Pablo..