IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

La fotografía

Ana Oriol, 16 años

                 Colegio La Vall (Barcelona)  

Observo la fotografía que está entre mis manos y sonrío. Pobre Paloma… Nunca pudo sospechar lo que le iba a suceder aquella tarde. La instantánea se la tomé apenas abandonamos un escalofriante hotel en la cumbre del Tibidabo. Aquel caserón tenía un aspecto lúgubre y, pese a todo, le rogué a mi amiga Paloma que me acompañara adentro. Accedió, escondiendo su cara en mi bolso, y me cogió de la mano.

Entramos junto a un grupo de chicos mayores que nosotras que sacaron a relucir su instinto protector. Aproveché las circunstancias para aferrarme a la mochila de uno de ellos. He de confesarlo: el pánico se había apoderado de mí porque la entrada al Hotel era oscura. Tardamos unos minutos en acostumbrarnos a la tenue luz de las lámparas de araña que colgaban del techo embozadas en telarañas. El suelo estaba enmoquetado de rojo y cubierto por una gruesa capa de polvo. Justo en frente a nosotros se encontraba la recepción: la mesa que se aguantaba de pie a pesar de estar carcomida y coja.

Con ademanes siniestros se nos acercó el botones, un joven de cara pálida y ojos tristes. Llevaba un traje del mismo tono que la moqueta. Con un gesto, nos indicó que le siguiéramos por un pasillo lúgubre y misterioso. Como corderos que van al matadero, le obedecimos. Mientras tanto, mi amiga continuaba con la cara hundida en mi bolso y me apretaba la mano con ansiedad.

Avanzamos en silencio, aguardando la aparición de personajes terroríficos dispuestos a encanecernos de un susto. En procesión, torcimos a la izquierda. De repente unas manos me tiraron del pelo y de la camiseta. Chillé y me libré de ellas. Echamos a correr detrás de los chicos por un salón en el que había monstruos enjaulados que aullaban en una mezcla espeluznante de voces profundas y agudas acompañadas por los golpes de sus cadenas contra los barrotes.

Cuando logramos recobrar el aliento, el botones nos indicó que guardáramos silencio y señaló la puerta abierta de una habitación. Mire en aquella dirección y se me heló la sangre. Tumbada en una cama yacía una niña de pelo oscuro y brillante. Vestía un camisón blanco, tan blanco como su rostro. Un foco amarillento la iluminaba. Su aspecto enfermizo y diabólico me paralizo, sobre todo cuando se incorporó y avanzó hacia nosotros con la mirada pérfida de un diablo.

Instintivamente solté la mano de Paloma y huí. Mi amiga, horrorizada, me buscaba sin abrir los ojos. Extendió los brazos en el aire y se aferró al primer mortal que encontró: la niña endemoniada. La estrechó contra sí mientras pedía a gritos que no me volviera a alejar de ella. Desde unos metros de distancia chillé con todas mis fuerzas, para que la soltara, pero mi amiga se negaba a abrir los ojos y a separarse de la niña. Entonces no se me ocurrió otra cosa que soltarles un empujón. La poseída, librada del inesperado achuchón, se tendió en el lecho agotada de tantas sacudidas. Aproveché para sacar a Paloma de aquel infierno.

Una vez fuera, tras explicarle lo sucedido, estallamos en carcajadas y disparé el flash de mi cámara de fotos. Y ahora observo la imagen antes de colgarla con una chincheta en el corcho de mi habitación.