XIII Edición

Curso 2016 - 2017

Alejandro Quintana

La generación perdida
Marta Zamora , 15 años

                  Colegio Puertapalma (Badajoz)  

—Esto está casi a punto, Alberto —le dijo su jefe esbozando una sonrisa triunfal—. ¿Crees que podremos darlo a conocer la próxima semana?

—Quizá debamos trabajar unas horas más… Pero sí, estará listo.

Una vez se hubo ido el jefe, Alberto se recostó sobre la enorme máquina de la que habían estado hablando. Apenas habían transcurrido un par de minutos cuando entró corriendo su hija, seguida de cerca por la abuela, que intentaba alcanzarla en vano.

—¿Qué haces aquí, Julia? ¿No ves que tengo que trabajar?

—Papá, llevas varios días sin pasar por casa… Le he pedido a la abuela que me trajera a verte.

La abuela llegó, con paso lento pero decidido, aparentando tranquilidad —a pesar de haber hecho algo que sabía que no agradaría en absoluto a su hijo—.

—Es normal que la niña quiera verte, Alberto. Además, tengo que hablar contigo un momento, y no podía dejarla sola —se inclinó ligeramente sobre el oído de Julia y en voz baja le pidió que se portara bien—. La verdad es que preferiría que no nos escuchara.

Alberto miró a la niña, le hizo señas para que se acercara y le indicó que fuera a jugar a la oficina del taller, donde podría pasar un rato con Pedro, su compañero de trabajo.

La anciana se sentó con dificultad junto a su hijo, en el suelo. Alberto reparó en la tonalidad mortecina de la piel, las pronunciadas arrugas y las marcadas ojeras de su madre.

—No sé si aguantaré, Alberto. Tendrías que hacerte cargo de ella. Julia necesita a su padre.

Él guardaba silencio, tratando de demorar su respuesta, así que la mujer continuó:

—Sé que desde la muerte de Noelia has estado trabajando mucho para mantenernos, pero…

—El problema no es manteneros, es pagar los impuestos y las tasas, que son ridículamente altos. Si en el pasado hubiéramos administrado el dinero mejor, ahora no estaríamos con el agua al cuello.

—Eso no fue exactamente lo que pasó, ya lo sabes. Es verdad que necesitamos dinero, pero también nos necesitamos unos a otros.

—Mamá, no tengo tiempo. Tengo que terminar esto. ¿Hablamos cuando llegue a casa?

—¿En casa?... He oído a ese hombre decirte que quiere esta monstruosidad para antes de lo acordado. Y tú, cómo no, has aceptado —sin dejar lugar a réplicas, la mujer llamó a su nieta, preparada para irse rápidamente del taller.

La niña miró al padre con los ojos brillantes de ilusión, y le preguntó si esa noche podría cenar con él. El padre sonrió tristemente y le dijo que esa noche no, pero que muy pronto sería posible. Afirmó esto último con cierto asomo de duda. Cuando pensaba las cosas, todo le sonaba mejor, más evidente; pero las mismas palabras que utilizaba para convencerse a sí mismo no tranquilizaron a su madre ni a Julia.

Siguió trabajando con Pedro en el encargo. Mientras apretaban unas tuercas de la parte superior de la estructura, aprovecharon para hablar.

—La niña me lo ha contado, Alberto. ¿Qué piensas hacer?

—No lo sé. Tengo la sensación de que necesito más horas de las que dispongo.

—La verdad es que trabajamos demasiado montando los aparatos estos, tanto que ya parecemos unos autómatas. Tenemos poco tiempo libre…

—Recuerdo que Noelia solía leerle cuentos a Julia siempre que tenía un rato. Aquellos viejos artilugios no necesitaban engranajes; estaban hechos con papel y tinta, aunque desde que todo empezó a pasarse a formato digital, la gente se olvidó de ellos.

—Sabes que no necesita libros para entretenerse. Que use los nuevos juguetes de ahora; son mucho mejores que los que teníamos antes. Ya has visto la de cosas que pueden hacer.

—A veces creo que ves las cosas muy fáciles… No puedo dejar de pensar en mi madre y en la niña. Quizá pueda hablar con el jefe para que me deje unas horas, y así…

—Desde luego. ¡Menos mal que soñar no cuesta un céntimo, porque si no te habrías arruinado! ¿Crees que va a darte varias horas libres, cuando apenas tenemos unos minutos para comer? Ya sabes lo que dice: «Si el dinero es oro, no podemos malgastarlo en cosas que no valen la pena».

—Y según él, ¿qué vale más la pena, mi hija o este trabajo?

—Lo importante no es lo que piense él, Albertito… La pregunta es qué es lo que tú piensas. Para que el futuro siga a este ritmo, debemos trabajar todo lo que podamos.

—Sí, sí, eso lo hemos aprendido de memoria, pero en ese futuro tan perfecto, tú y yo seremos muy mayores para poner a punto estas monstruosidades –dijo dándole una palmadita a la máquina—. Y entonces no querré tener recuerdos de nosotros atornillando piezas, sino de mi hija, de mi madre, de Noelia… Si sigo tantas horas aquí metido me olvidaré de ellas, y eso no pienso permitirlo.