VII Edición
Curso 2010 - 2011
La habitación 304
María Ros, 17 años
Colegio La Vall (Barcelona)
Traspasé la puerta y, como una bofetada, me golpeó la primera impresión. Era una sala muy grande y espaciosa llena de ancianos. Unos jugaban al ajedrez; otros intentaban levantarse solos de sus sillas, haciendo esfuerzos vanos e inútiles; incluso algunos caminaban hacia la puerta que daba al jardín con una rapidez insólita para su edad; los demás, simplemente sesteaban.
Reaccioné despacio, pero una vez repuesta me encaminé hacia una de las enfermeras y le pregunté en dónde se encontraba la habitación 304. Siguiendo sus indicaciones, subí las escaleras y llegué a la primera planta, pero allí no encontré mi objetivo. Como todavía me quedaban dos pisos más, cogí el ascensor.
Llegué y abrí la puerta. Dentro había dos camas, la más cercana era la de mi abuelo. Adentrándome, me di cuenta de que el segundo inquilino estaba presente. Miraba por la ventana, sentado en una silla de ruedas. Tenía una mirada profunda y penetrante, pero irradiaba tristeza. Sin dejar de mirar al horizonte, sus ojos lagrimeaban.
Apartando la vista de aquel infeliz anciano, saludé a mi abuelo y rápidamente entablamos conversación. Estaba cansado y dolorido tras la operación: apenas podía moverse. Sin embargo, sonreía. Al preguntarle el por qué de esa felicidad, teniendo en cuenta que estaba a punto de morir y era plenamente consciente de ello, me contestó que nada le hacía más feliz que recibir nuestras frecuentes visitas.
-Me alegro de que al fin hayas venido; pensaba que te habrías olvidado de mí.
Con una sonrisa le dije que mis padres no me habían permitido ir hasta entonces porque me consideraban pequeña para afrontar la realidad.
Conversamos de cosas triviales. Yo sabía que eso era exactamente lo que él necesitaba. Al cabo de un rato, me di cuenta de que el compañero de mi abuelo seguía mirando por la ventana. Al verlo, mi abuelo me explicó su historia: al ir haciéndose mayor, su familia lo internó en la residencia por no poder hacerse cargo de él debido a sus impedimentos físicos. Desde que compartían la habitación, no había logrado que pronunciara palabra alguna y siempre miraba hacia el horizonte. Nadie lo visitaba jamás y por ello suponía mi abuelo, era tan infeliz.
Afligida por la triste historia me acerqué a él y le hice señas para que viniera a jugar con nosotros al parchís. Me miró, pero su rostro seguía sin mostrar emociones. Pasados unos segundos, giró la cabeza hacia la ventana. Pero decidí que seguiría insistiendo.
Comencé a visitarles todos los días después de clase y siempre le dedicaba un tiempo al otro anciano, para que dejara la ventana y se nos uniera. Pero se mantenía firme en su postura. Aún así, no dejé nunca de proponérselo.
Un buen día, por fin, se animó a jugar al ajedrez con mi abuelo. Con el tiempo descubrimos que era la mar de simpático. No hablaba, pues hacía un tiempo que se quedó sin voz, pero se reía con frecuencia.
Hoy vuelvo a la residencia, abro la puerta de la habitación 304 y encuentro una de las camas vacías. Ni siquiera tiene las sábanas puestas. Mi abuelo murió, pero no vengo a recordarle sino que tengo una partida de ajedrez pendiente.
Lo encuentro, como siempre, mirando por la ventana, intentando descubrir el sentido de la vida. Sin embargo, al sentirme vuelve la cabeza y me sonríe. Mientras jugamos, le cuento mis cosas y él ríe. Le dirijo un pequeño pensamiento a mi abuelo. Si no fuera por él, su compañero de habitación seguiría lamentándose en silencio, preso en una residencia para gente mayor. Sin embargo, ahora juega al ajedrez con una persona que lo quiere de veras, soltando mudas carcajadas que inundan mi corazón.