VIII Edición

Curso 2011 - 2012

Alejandro Quintana

La habitación del mundo

María Cristina Cabrera, 16 años

                  Colegio Puertapalma (Badajoz)  

Elisa tecleó una cuenta en la calculadora y anotó el resultado en una hoja de papel. Tras comprobar que la solución era correcta, cogió su bolígrafo rojo y garabateó una gigantesca ‘B’ en el margen del folio. De pronto, al empezar otro ejercicio, se abrió la puerta de su habitación y una pequeña bolsa de chucherías aterrizó a sus pies mientras se oía un grave: “Ya me debes casi cinco euros…”

Elisa sonrió para sí y decidió interrumpir brevemente el estudio. Mientras cogía la pequeña bolsita de plástico, pensó qué le costaría a su hermano saludarla como hacen las personas educadas.

Mientras saboreaba lentamente las chuches, miró a su alrededor: libros, libretas, folios de apuntes, hojas en sucio y relaciones de fechas y problemas se esparcían por encima de la cama y de la mesa. Elisa hacía los problemas recostada en el suelo. Los intensos días de exámenes le llevaban a aborrecer las sillas y las mesas.

Apoyó la espalda contra la pared y estiró las piernas, agitando los dedos de los pies. Tras desentumecerse, echó una ojeada a su alrededor para tratar de localizar la novela que la tenía enganchada: nada de literatura comercial, un libro “de verdad”. En los últimos meses, Fátima y ella habían hecho muchas visitas a la biblioteca de la ciudad, buscando buenos ejemplares con los que entretenerse.

Paseó los ojos por toda la habitación, desde la percha de los bolsos hasta el estante de la mini-cadena, pasando por la balda donde había tanto libros y marcadores de páginas, como antiguos juegos de mesa, lapiceros y horquillas del pelo. Su chaqueta colgaba del respaldo de la silla y la mochila de Educación Física descansaba a los pies de la cama, invadida por peluches de muy distintas clases, que asomaban sus tiernas cabezas peludas entre los apuntes.

Elisa miró con cariño los objetos de su habitación: el bote que contenía llaveros de diferentes países, el joyero portador de decenas de pulseras, regaladas en su mayoría, los marcos de fotos con instantáneas de su familia y sus amigas, murales de Primaria que explicaban la fotosíntesis y el Sistema Solar, dibujos, pequeñas historias, hermosas piedrecitas recogidas en largos paseos familiares, multitud de muñecos del McDonald’s, álbumes repletos de pegatinas, pequeñas manualidades, una estampa de la Virgen que le dieron en su Primera Comunión, perfumes, Barbies con magníficos vestidos de princesa…

En una esquina de la mesa descansaba una bola del mundo; nombres de ríos, océanos, cadenas montañosas, canales, estrechos, islas y ciudades se entremezclaban desordenadamente sobre su superficie. A Elisa le encantaba pasear el dedo por los distintos continentes y soñar despierta que viajaba a lugares como Japón, Australia, Sudáfrica o Chile. Se incorporó y le dio un pequeño impulso al globo para que girara sobre el eje de plástico.

Todavía saboreando las gominolas, se ensimismó pensando en todas las personas que tenían una vida ya recorrida o, como ella, aún por recorrer, y que probablemente nunca conocería. Todas las personas que, cada cual con sus sueños, equivocaciones y recuerdos, deseaban ser felices. En aquel momento, para muchas personas sería la hora de comer, o de cenar, o de abrir una tienda, o de realizar un importante examen. Algunas, como ella, estarían acabando la jornada mientras otras apagaban el despertador.

Se imaginó que, en ese momento, habría miles de chicos como ella, agobiados por los exámenes, sentados en sus habitaciones colmadas de recuerdos de su infancia y adolescencia; chicos que, como ella, por las noches soñaban despiertos, preguntándose cómo podrían dejar huella en un mundo en ocasiones tan hostil.

Elisa se sintió de pronto pequeña, muy pequeña e intimidada. Se sentó de nuevo en el suelo y cogió el bolígrafo, con la intención de reanudar el estudio. Pero antes de concentrarse en complicados problemas y kilométricos análisis sintácticos, descubrió su novela, semioculta debajo de la mochila escolar. Alargó el brazo, la tomó y contempló la portada. Hojeó sus páginas y se quedó pensativa durante unos segundos. Acto seguido, esbozó una sonrisa cómplice y colocó el libro junto a la bola del mundo.