XVIII Edición

Curso 2021 - 2022

Alejandro Quintana

La huida 

Cayetana Marhuenda, 16 años

Colegio Altozano (Alicante)

A la una de la madrugada Sara recibió el alta médica. Tomó su bolso y su abrigo del perchero y, con un gesto rápido, se despidió del personal médico que la había atendido.

Hacía meses que sufría ansiedad y depresión, y presentaba, en momentos puntuales, tendencias suicidas. Todo comenzó tras la pérdida de Bruno, su hermano pequeño. Dos semanas después del incidente, Sara tuvo su primer ataque de ansiedad y, tras él, fueron llegando los demás. Cuanto más fue avanzando el tiempo, más seguidos eran sus ataques.

Pastillas, terapias, tratamientos… lo había probado todo. Aún así, nada la hacía mejorar. Se había convertido en aquello que nunca quiso ser. La sensación de una soledad dolorosa, la pérdida de peso y el insomnio eran algunas de las consecuencias. Todo ello había hecho que Sara acabara en urgencias aquella noche. 

Nada más salir del hospital, una fuerte racha de viento le provocó un escalofrío. La calle se encontraba prácticamente a oscuras: apenas había un par de farolas encendidas y reinaba el silencio. 

No había dado más de treinta o cuarenta pasos cuando le alteró un crujir en las hojas secas. Casi en un susurro, se atrevió a decir:

–¿Hay alguien ahí?

No recibió respuesta. Sin embargo, volvió a escuchar las pisadas. Se había empezado a asustar. 

–¿Hola? –preguntó de nuevo a la oscuridad. 

Tampoco hubo una contestación. 

Se aceleró el ritmo de sus pasos y el de sus latidos. Las piernas parecían debilitársele en cada zancada. Además, antes del episodio psiquiátrico había pasado el día estudiando en la biblioteca y estaba agotada. Pero el miedo le impulsó a seguir adelante, aunque su respiración fuese aún más agitada y el pecho empezara a dolerle. 

A los quince minutos, Sara volteó la cabeza bruscamente. Ansiaba que al volverse no se topara con nadie, que todo hubiese sido fruto de su imaginación. Sin embargo, comprobó que alguien la seguía y apenas había espacio entre ellos. 

Su corazón chocó contra sus costillas en su intento de bombear a mayor velocidad. Los ojos se le llenaron de lágrimas que empezaron a caerle por las mejillas. Estaba a punto de derrumbarse. Pese a ello, volvió a apretar el paso, aterrada.

Se le había corrido el rímel, el llanto se había convertido en un sollozo que la ahogaba y las manos le sudaban. Trató de pedir ayuda por teléfono, pero no le quedaba batería en el móvil.

Comprendió que sólo le restaba una opción:

Se detuvo, giró sobre sus talones y se plantó ante su perseguidor… que no era otro que su sombra, reflejo de todos sus miedos, problemas e inseguridades. Todo aquello de lo que deseaba huir. 

En ese instante, Sara entendió que, al enfrentarse al miedo, había ganado la primera batalla.