XIII Edición
Curso 2016 - 2017
La infancia de mi abuelo
Rafael Moreno, 14 años
Colegio El Prado (Madrid)
—De pequeño me gustaba jugar con las piedras de un muro caído. Las lanzaba al aire e incluso trepaba por ellas. Cuando alcanzaba la más alta, miraba el paisaje y me sentía el rey del mundo.
—Tu infancia fue muy diferente a la mía, abuelo.
—Sí que es verdad, hijo. Un día, observando el cielo, vislumbré una sombra en lo alto.
—¿Y qué era? —le pregunté con ansia.
—Nada más y nada menos que un halcón, que giraba en círculos concéntricos.
—¿Concéntricos?
—Concéntrico significa con un mismo centro —me explicó—. Deduje que había localizado una presa.
Con qué expectación le escuchaba… Mi hermano, en la cama de al lado, se había quedado dormido antes de que mi abuelo hubiera empezado a hablar.
«Pobrecito», pensé. «Si supiera lo que se está perdiendo…».
—Intenté localizar al pequeño animal que había avistado la rapaz. En seguida descubrí a una tórtola, que estaba posada inocentemente en el tejado de la iglesia. El halcón se lanzó en picado hacia ella, que se encontraba al descubierto, abrió sus garras dispuesto a atraparla, pero cuando la tórtola se percató de su intención, salió volando instintivamente y se zafó del depredador.
—¿Cómo fue capaz de verle?
—La sombra… El halcón proyectó su sombra en el tejado —me explicó, abriendo sus brazos—. Pero el ave no cejó en su empeño. La tórtola, en el intento de escapar, dio un giro en el aire y se dirigió a la pared del templo. El halcón, que venía por detrás, no se dio cuenta de la trampa y chocó contra el muro.
—¡Pobrecillo! —exclamé.
—Eso mismo pensé yo. Por eso lo recogí y lo estuve cuidando durante un año. Mi padre tenía una pajarería, lo que facilitó la cosa, aunque una rapaz no es como cualquier otro ave doméstica —enarcó las cejas—. Tuvimos que unir dos jaulas para que tuviese espacio suficiente para moverse, así como hacernos con una provisión diaria de carne de pollo, que era de lo que le convenía alimentarse.
—¿Y qué hiciste con él?
-Cuando volvió a estar sano, lo solté, pues un halcón no pertenece a una jaula sino a la naturaleza. Y ahora, a dormir.
Viendo que iba a marcharse después de embozarme las sábanas, le pedí:
—Abuelo, cántame esa canción…
—¿La francesa? —había adivinado mis pensamientos—. «Frère Jacques, frère Jacques, dormez vous»…
Su voz era dulce y logró que mis párpados pesasen cada vez más, hasta que me quedé dormido.