XI Edición

Curso 2014 - 2015

Alejandro Quintana

La libreta

Rosa Mª Batlle, 14 años

                  Colegio La Vall (Barcelona)  

Escribía con constancia, a pesar de que lo poco que sabía lo había aprendido en los periódicos abandonados en los bancos del paseo o en los que encontró tirados en la basura. Juzgaba que era más que suficiente para dejar en el papel de su libreta sus impresiones acerca de lo que veía y se inventaba.

Los demás mendigos se reían de él. Lo tomaban por loco por sentarse en el parque a esperar el momento oportuno para encontrar a la persona que trajera cosida a su sombra una historia que pudiera escribir. No importaba quién fuera: un abuelo con su pierna coja, quizá por una batalla; un hombre vestido de esmoquin, espía secreto del Estado; o una mujer sola, por la muerte de un ser querido. Incluso un niño con su camión era bienvenido en las hojas gastadas de aquella libreta. Creía el pobre escritor que aquel cuadernillo podría salvarle si un editor se acercaba un día para leerla.

Un día, a media mañana, emprendió el camino de regreso a su casa, unos cartones en una callejuela de mala muerte. Mientras andaba, se llevó la mano a su gabán para descubrir que no le faltaba un trozo de bocadillo o una manta para el frío, sino la libreta. Se la había dejado en algún banco del parque.

Dio media vuelta y echó a correr, temeroso de no encontrarla, como así fue. Pasó una vez y otra por todos los lugares que frecuentaba, pero no hubo suerte. Se imaginó a si mismo pidiendo dinero en la puerta de los supermercados y de las iglesias, sin poder escribir sus ocurrencias. En su desolación, recordó a todos los personajes para los que había creado un final feliz.

Al cabo de unos minutos, que le parecieron horas, alguien le tocó en la espalda.

-Creo que esto es tuyo –le dijo una mujer joven-. La he encontrado cerca de aquí y he pensado que estarías buscándola… Me ha encantado –al decirlo, se mordió la lengua-. Es decir, me he leído algunas páginas, para asegurarme de que era tuyo.

Enrique no lograba pronunciar palabra. Pero no era por su libreta, aunque quisiera convencerse de que sí. Esa chica, su sonrisa, su forma de moverse… la había visto antes, en el mismo sitio en el que ahora estaba sentado.

-Te conozco -balbució.

-No lo creo -parecía no afectarle encontrarse junto a una persona maloliente y con barba sin cuidar, el cuerpo flacucho por comer poco y mal-. Por cierto, esa chica de la que tú escribes en muchas de las historias… –miró el cuadernillo-. Me encantaría conocerla.

-Gracias –respondió al cumplido con timidez.

-¿Por qué no le has puesto un nombre?

-Lo he intentado, pero todos los que se me ocurren no son lo bastante bonitos. ¿Y si le prestas el tuyo?

La joven se puso colorada.

-Bueno.

-¿Cómo te llamas?