XVI Edición
Curso 2019 - 2020
La lista de la compra
Gonzalo Martínez Martínez, 15 años
Colegio El Prado (Madrid)
Aunque el pueblo se hundía en una ola de calor, un soplo de aire fresco entraba por la puerta entornada gracias a un juego de corrientes. Me sentía agobiado al ver la maleta abierta con un montón de ropa mal doblada. Además, mi teléfono móvil no se encendía y el chico de mi edad, Raphaël, me interrumpía continuamente, sin permitirme que me organizara después del viaje desde España. Como apenas le entendía, solo le contestaba con un genérico:
–Oui, oui, d´accord.
Parecía una respuesta coherente a las cosas que me decía.
La casa era vieja y olía a madera encerada. Los techos de las habitaciones eran muy altos y y el parqué crujía a todas horas.
El chico francés volvió a entrar en la habitación. Me animó para que diésemos un paseo hasta el palacio de Versalles. Una vez en el garaje, me prestó una bicicleta de carreras cuyas ruedas no tenían mas de un dedo de anchura. No fue una experiencia fácil: me caí, después golpeé un coche aparcado, me equivoqué al elegir las marchas, me clavé en la carretera cuando di un frenazo… Llegué al palacio tan cansado que apenas pude contemplar la fachada, con sus adornos dorados y el inmenso jardín. De regreso, aprecié un poco más el entorno y entendí el funcionamiento de aquella bicicleta naranja.
Durante la cena comprendí que aquella estancia en Francia no me iba a resultar sencilla. Sentí que había olvidado el poco francés que aprendí en España, pues no entendía a ningún miembro de aquella familia. Cuando me hacían alguna pregunta, me quedaba en blanco. Solo pude demostrarles que soy un chico con modales.
Pasé la noche en vela. La ventana no se podía cerrar y con las ráfagas de viento no dejaba de golpear el marco, haciendo chirriar las bisagras. Me las ingenié para dejarla fija con la ayuda de la cortina.
Un pensamieno bloqueaba mi cabeza:
<<¿Qué hago aquí? ¿Por qué no entiendo nada de lo que me dicen?>>.
Había sido tan rápido el vuelo y la llegada al pueblo, que necesitaba respirar el aire francés y escuchar antes de que me acribillasen a preguntas que no podía contestar, para dejar de sufrir a cuenta de las carcajadas por la incoherencia de mis respuestas. Pero poco a poco me empecé a reir, al recordar las incongruencias que respondí: me preguntaron cuántos años tenía y les contesté que me sentía bien…
A la mañana siguiente fuimos a un mercadillo y la madre me insistió en que fuera yo quien hiciera el pedido en cada puesto. Estaba loca…¡cómo iba a pedir la fruta! Todos los tenderos gritaban sus productos, y la gente se aglomeraba entre los estrechos pasillos formados por los tenderetes, cubiertos con toldos viejos. Algunos exponían fruta, quesos, verdura, panes y bollería; otros tenían frigoríficos; otros hornos y hasta sartenes para hacer creppes al instante.
Pero la suerte me sonrió: conseguí hacer la compra como si un francés más. Tal fue mi entusiasmo, que decidí guardarme la lista del pedido como recuerdo.