XIII Edición
Curso 2016 - 2017
La lluvia a sus pies
María Flores Hens, 17 años
Colegio Zalima (Córdoba)
Me desperté por el irritante sonido que producían las gotas de agua al golpear contra el cristal de la ventana. ¡Otra noche sin dormir!
La puerta del salón se cerró con brusquedad a causa de una fuerte corriente de aire. Fui a abrirla y, sabiendo que no me volvería a quedar dormida, me senté en el sofá. El ambiente me resultaba demasiado húmedo, así que me tapé con una manta y me puse a pensar.
Estaba inquieto; al día siguiente salía mi vuelo a Etiopía con todo el equipo de la ONG y, aunque ya me habían contado la situación de extrema pobreza y había visto muchas fotos, sabía que vivirlo en primera persona sería una experiencia impactante.
Durante el viaje en avión estuve leyendo información sobre el país. Su economía dependía de la agricultura y la ganadería, gestionadas por campesinos cuyas cosechas dependían de la lluvia. Sin embargo, no conseguí leer demasiado; cansado de haber pasado la noche en vela, me quedé dormido. Cuando abrí los ojos, el avión acababa de aterrizar.
Un coche nos llevó a nuestro destino desde el aeropuerto. Algunos etíopes se acercaron a nosotros con tímidas sonrisas, mientras los niños revoloteaban a nuestro alrededor. Todos excepto uno, que nos miraba con curiosidad desde cierta distancia.
No entendí el motivo de su actitud, y eso despertó de tal forma mi curiosidad que decidí acercarme a él poco a poco. Aquello no le gustó y empezó a alejarse, pero yo no tenía ninguna intención de dejarle marchar. Aparentaba unos cuatro años de edad, aunque seguramente tendría siete u ocho. La desnutrición era la causante de que muchos de aquellos pequeños tuvieran graves problemas de crecimiento.
Hacía mucho calor y yo estaba muy cansado. Mientras avanzaba hacia el pequeño, tuve que detenerme un momento para inspirar profundamente. Debió ser entonces cuando lo perdí de vista.
Y me desorienté. ¡Menos mal que enseguida distinguí a mi nuevo amigo entre unas plantas, en lo que parecía un huerto de plantas raquíticas! Estaba removiendo la tierra. No le dije nada; prefería observar el esfuerzo que ponía a lo poco que tenían él y su familia.
Un viento repentino me refrescó. Miré al cielo y vi que sobre nosotros se cernían unas nubes negras que amenazaban tormenta. Me giré y vi a mis compañeros de la ONG y a la gente de la aldea observándolas, incrédulos.
La primera gota cayó sobre mi nariz; las siguientes fueron refrescando todo mi cuerpo. En ese instante crucé mis ojos con los del niño. Para mí, aquello era una tormenta más —de las muchas que había visto y vivido—, pero para él era un milagro.