IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

La luz del asilo

Macarena Guerrero, 15 años

                 Colegio Entreolivos (Sevilla)  

El timbre desgarró el silencio que flotaba en la inmensa sala. Martuska y sus amigas se vieron obligadas a dejar la conversación en el aire. Esos momentos eran los mejores del día, ya que cada una recordaba el pasado, con sus penas y alegrías, los buenos momentos de la juventud, sus amores, las verbenas… En fin, todo lo necesario para ocultar su desgracia actual. ¡Cómo desearía Martuska volver unos años atrás, cuando su vida tenía sentido!. Nunca se imaginó que acabaría en un asilo. Cuando Karl murió todo se le vino abajo ¡Cuánto le echaba de menos!

Aún recordaba las tardes, de novios, cuando él iba a recogerla desde la fábrica y las veces que le había dicho que ella era lo más bonito del mundo, cosas que le hacían detener el tiempo. Una tarde, después de veinticinco años de casados, Karl no llegó del trabajo. Había salido tarde de la fábrica y apretó tanto el acelerador de su

automóvil que se salió de una curva. Y pasó lo que pasó...

Ahora Martuska llevaba una vida monótona, ceñida a un horario, pero no se podía quejar: en Bratislava había mucha gente que dormía en las calles a pesar del frío.

-¡La hora de la merienda! –anunció una de las empleadas mientras zarandeaba a Martuska-. Parece que hoy no tienes ganas de comer. Date prisa, que tenéis unas visitas a las que hay que dar buena impresión.

Mientras les servían un cuenco con tres galletas aplastadas en leche,

apareció la visita. Eran doce muchachas de piel morena, muy lindas. Al

principio parecieron cohibidas, como si les impresionaran las paredes

desconchadas y la humedad en la que convivían las ancianas. Parecían tímidas

pero, poco a poco, se fueron dispersando por la sala.

-A mi lado –contaba Martuska- se sentaron dos chicas. No sabían nuestro idioma, sólo decir “hola”, “¿qué tal?” y “gracias”, pero aún así intentamos relacionarnos. Fue una tarde inolvidable, un regalo del cielo. Nos trataron tan bien que dejamos de pensar en todas nuestras desgracias. Más tarde se pusieron a bailar una danza que nunca habíamos visto, alegre y entretenida. Movían con requiebros las manos y los pies. Algunas nos animamos a imitarlas y entonces recordé a Karl, cuando me pidió bailar la primera vez, allá en el pueblo. Iba guapísimo con su pantalón en tonos marrones de las ocasiones especiales y su chaqueta a juego. Meses más tarde, de novios y también bailando, fue la primera vez que me besó. Fue inolvidable, un momento fugaz. Lo daría todo por volver a estar con él... ¡Dios mío, cuánto lo añoro!

Las muchachas acudieron durante dos semanas. Pintaron la verja del jardín, que estaba oxidada. También limpiaban cada día los cuartos y ayudaban a las ancianas a comer.

-Eran tan amables... –continuó-. Nos poníamos a dibujar con ellas y a jugar al dominó. Nos entretuvimos hasta el día que se marcharon. Lloramos, porque duelen las despedidas. Prometieron volver el próximo verano y han cumplido su promesa durante cinco años más, hasta que enfermé y ya no pude estar con ellas. Me llevaron al hospital y allí estuve hasta el final de mis días. Pese a todo, me alegra que sigan visitando a mis amigas del asilo.