XI Edición

Curso 2014 - 2015

Alejandro Quintana

La magia de las palabras

Marta Pujol, 15 años

                  Colegio La Vall (Barcelona)  

Las pesadas puertas se cerraron tras ella con un golpe seco. Después de dar unos pasos, la pequeña Amelia no pudo evitar soltar un suspiro de asombro ante las cientos de estanterías repletas de libros que se extendían a cada lado de la habitación, más allá de donde alcanzaban sus ojos.

El suelo de madera crujía mientras sus pies avanzaban y con la yema de los dedos acariciaba el lomo de los libros.

Se topó con una lumbre. Frente al fuego, una figura rolliza cobró forma ante sus ojos.

-¡Abuelo! –exclamó Amelia.

El anciano sentó a la niña sobre sus rodillas, dispuesto a leerle un cuento. Ella recostó la cabeza sobre su pecho y se dejó llevar por el son de sus palabras.

Amelia acudía a diario a la biblioteca. Se sentaba junto a su abuelo, en una butaca, sin que sus pies lograran alcanzar el suelo. El anciano acercaba los libros hasta la nariz chata de la niña, y con voz profunda le preguntaba:

-¿Lo hueles?

-Sí.

-Es el aroma de las historias, de los sueños que han quedado aprisionados entre estas páginas.

Deslizaban sus manos sobre la tinta impresa, por las ilustraciones de vivos colores, mientras disfrutaban del sutil crujido del papel.

Amelia recordaba con cariño aquella ocasión en que él la sorprendió con un cuaderno y una pluma estilográfica. En la primera hoja su abuelo había escrito, con particular caligrafía, las siguientes palabras:

“Amelia, tú escribe siempre y de corazón. Deja volar tu imaginación: compón historias, inventa personajes… Crea magia con las palabras”.

Se pasó las horas perdida entre las estanterías de la biblioteca, escribiendo cuentos, inventando mundos, plasmando sus pensamientos…

El viejo la encontró más de una vez durmiendo sobre el suelo. En esos momentos aprovechaba para leer las creaciones de su nieta. Quedó fascinado por el poder que ella ejercía sobre las historias y la gracia con la que las desarrollaba.

Pasaron los años, pero ni la muerte de su abuelo consiguió alejar a Amelia de esa habitación repleta de libros porque entre esas cuatro paredes había crecido, había llorado, había creído, había odiado, había reído, había amado… Había aprendido a hacer magia con las palabras.