XVI Edición
Curso 2019 - 2020
La máquina
Alejandra Scott, 14 años
Colegio Valdefuentes (Madrid)
Olivia abrió los ojos y observó con detenimiento todo lo que había a su alrededor. En la máquina había muy poco espacio. Se sentía agobiada allí dentro, así que decidió abrir una de las ventanas para respirar un poco de aire fresco. Se aseguró de que todo aquello no fuese un sueño, e inmediatamente se percató de que el lugar en el que se encontraba ya no era el descampado de enfrente de su casa. Es más, aquello no era Madrid y, por unas palabras que escuchó a través de la ventana, tampoco era España.
La aventura empezó un viernes por la tarde, al salir del colegio, cuando llegó a casa acompañada de sus seis hermanos. Muchas veces se preguntaba si su vida sería menos aburrida de tener, al menos, una hermana. No le resultaba cómodo ser la única chica. Tras saludar a sus padres y merendar, salió a dar una vuelta por el descampado.
Llevaba ya un buen rato caminando cuando se encontró con un objeto de forma ovalada, que tenía dos puertas y cinco ventanas. De alguna manera, le recordó a un coche.
Abrió una de las puertas con facilidad y decidió entrar, para investigar aquel artilugio. Sobre el volante encontró una hoja de papel que decía:
<<Experimento máquina del tiempo. Año 2054>>.
Olivia soltó una carcajada. Aquello sonaba a broma. Como en las películas de ciencia ficción, junto al volante había una rueda con la que se podían marcar los años, y otra con la que escribió su nombre.
<<Por probar, no pasa nada>>, pensó.
Jugó a que quería viajar al pasado para revivir los buenos momentos de su niñez, ya que no quería que la nada ni nadie le desvelase su futuro. Pero de pronto, la máquina comenzó a dar vueltas. Olivia empezó a marearse y el mareo le condujo a quedarse dormida.
Se despertó en otro lugar.
Aún le quedaban restos del mareo, por lo que esta vez no le fue tan fácil abrir la puerta para salir al exterior. Una vez fuera, descubrió un restaurante a escasos metros de donde ella de encontraba. Le rugió el estómago, pues habían pasado varias horas sin que hubiese probado bocado. O eso creía, pues había perdido la noción del tiempo.
Cruzó la calle y se dispuso a leer el menú que colgaba del escaparate. No entendió lo que ponía en la carta. Además, no llevaba dinero, por lo que abandonó el lugar con la cabeza gacha.
Decidió ir a un parque que se encontraba justo enfrente, para echar una cabezadita bajo un árbol frondoso. De repente alguien la tomó del hombro. Cuando se giró vio a un hombre de mediana edad, alto y apuesto, que la miraba con ojos llorosos.
–¿Olivia? –le dijo.
La chica se asustó. ¿Quién era y por qué sabía su nombre?
–Qué guapa estás, cariño.
Se quedó atónita. Además, aquel hombre hablaba español.
Él le pidió que le acompañara a dar un paseo e incluso se ofreció a que pasara la noche en su casa. Al final resultó ser una persona muy agradable. Le contó que se llamaba Gonzalo y que trabajaba en Suiza desde hacía varios años. Una vez en su apartamento, le preparó una cena. Aunque no estaba muy bien cocinada, a ella le supo a gloria del hambre que tenía. Le rondaban mil dudas por la cabeza, pero decidió dejarlas para la mañana siguiente.
Le despertó un delicioso olor a tortitas. En la cocina estaba Gonzalo, que le dio los buenos días con una sonrisa de oreja a oreja.
–Has dado en el clavo; nada en el mundo me gusta más que desayunar tortitas.
Se las sirvió en un plato que a Olivia le resultó familiar. Mientras las comía, volvió a pensar en la duda que le rondaba desde que vio a Gonzalo por primera vez. Al caer la noche decidió desahogarse con él. Le preguntó por qué le resultaba todo tan cercano, por qué sabía su nombre y sus gustos.
Él le contó que dio en adopción a su bebé. Se había quedado viudo y como no tenía familia, no podía ocuparse de la niña.
–Fue la decisión más dura de mi vida, pero tenía que hacerlo –reconoció–. Olivia, has llegado aquí gracias a mí. He creado una máquina del tiempo con el único propósito de volver a encontrarte.
Fue tanta y tan sorprendente la información que le dio Gonzalo, que Olivia rompió a llorar. Había sido adoptada, y sus padres legales se lo habían ocultado durante catorce años.
–Tienes que regresar cuanto antes al futuro –le advirtió Gonzalo–, pues si te quedas demasiado tiempo en el pasado, desaparecerás.
Se despidieron con un fuerte abrazo y prometieron volver a verse.
Olivia se moría de ganas de contarles a sus hermanos aquella maravillosa experiencia con la que había descubierto que, al fin y al cabo, su vida no era tan aburrida.