VIII Edición

Curso 2011 - 2012

Alejandro Quintana

La mecedora de los recuerdos

Alba Expósito, 17 años

                 Colegio Pineda (Barcelona)  

Observó la habitación antes de desprenderse de las sabanas para dirigirse a la ventana. La abrió de par en par y contempló el paisaje que iba a acompañarla. Acababa de empezar el verano y la casa de su abuela iba a convertirse en el escenario de su nueva vida.

El accidente... Aún era confuso. En unos segundos su vida había cambiado por completo.

No pudo evitar unas lágrimas al recordar a sus padres.

Se vistió y salió de la habitación. Por el pasillo flotaba un aroma a café recién hecho y a magdalenas caseras. Encontró a su abuela en la mecedora. La anciana la miró con sus ojos azules, los mismos que ella había heredado. Con un gesto delicado le indicó que se sentara. La abuela casi nunca decía gran cosa, pero siempre estaba dispuesta a escuchar, consolar y hasta reñir de la forma que riñen las abuelas.

Alguien llamó a la puerta.

-¡Adelante! -la abuela elevó la voz.

Era un muchacho de la edad de Pepi, moreno y de ojos claros.

-Buenos días, Diego. Antes de que comiences el arreglo del jardín y del establo, quiero presentarte a mi nieta Josefa. La puedes llamar Pepi. A partir de ahora vivirá aquí, conmigo. Si necesitas cualquier cosa, pídesela.

Antes de salir de la cocina, Diego le regaló una sonrisa.

Como era el segundo día que la muchacha pasaba en la casa, se dedicó a estudiar sus rincones. Era grande, con dos plantas y una buhardilla en la que la abuela guardaba retratos de familiares; antepasados con aire de un tiempo muy lejano. Al cabo las horas, escuchó la voz de la abuela desde el salón.

-Anda, llévale esta limonada y este gorro a Diego. Es uno de los pocos jóvenes de por aquí .

Pepi lo encontró junto a los frutales. Sirvió limonada para los dos y charlaron un rato.

Cada mañana buscaba unos momentos para estar junto a él, hasta que Diego terminó por invitarla a dar un paseo vespertino.

Pepi tomó la bicicleta de cuando su madre era pequeña y se dirigió a casa del zagal. Le abrió la puerta un chico de unos veinte años. Poco después, cuando Diego tomó otra bicicleta, le dedicó las palabras idóneas para empezar una carrera:

-¡Tonto el último que llegue a la plaza de las escuelas!

Pedaleó como si le fuera la vida en ello, a pesar de las piedras del camino. Así logró alcanzar la plaza entre alegres risotadas.

Después recorrieron las calles del villorrio, bajaron al río, pedalearon por la alameda hasta un trigal salpicado de amapolas, se tumbaron frente al cielo y charlaron y charlaron mientras el cielo se pintaba de tonalidades calabaza. Diego acompañó a Pepi hasta la casa de la abuela y, con vergüenza, la besó en la mejilla. Ruborizada, entró en el zaguán. Allí se encontraba la anciana, tejiendo en su mecedora lo que parecía un jersey naranja.

El último día del verano, Diego la besó. Pepi sintió que su corazón se aceleraba. Ambos tenían diecisiete años.

Trascurrieron diez lustros. Pepi se balanceaba en la mecedora de la abuela al tiempo que recordaba a Diego. Le entraron ganas de llorar. Pronto se reuniría con él.

Se levantó para abrir la puerta del garaje construido en una parte del jardín. En vez de coger el coche, tomó la bicicleta. El pueblo había cambiado. Lo único que permanecía como entonces era la alameda y el trigal de las amapolas.

Pepi se tumbó en medio de las flores, cerró los ojos y se dejó acunar por los recuerdos de aquel lejano verano.