IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

La mentira del espejo

Jaime Martínez Mariscal, 14 años

                 Colegio El Prado (Madrid)  

Juan se despertó con las primeras luces del alba. Todavía reinaba la oscuridad en su habitación. A tientas cogió su bata y se dirigió al baño. Se lavó la cara en una palangana de plata. Una vez en la cocina comenzó a preparar el desayuno. Cuando fue a coger la leche del frigorífico vio la foto de su difunta esposa. Acababan de cumplirse dos años desde su muerte, por eso Juan había encargado una misa en memoria de Cristina.

Comió despacio y en silencio. La lentitud para hacer cosas formaba parte de su rutina. Así mantenía el tiempo ocupado y evitaba pensar en otras cosas. Al terminar lo puso todo en la pila y fue a cambiarse: se puso una camisa de algodón, un jersey de lana y un pantalón de pana. Recordando que no se había peinado, se dirigió al baño.

Aquella mañana se sentía extraño, así que se miró en el espejo. Lo que vio le dejó asombrado: era un anciano con el pelo blanco como la nieve y los ojos azules, desprovistos de viveza y que no eran sino el reflejo de un hombre que llevaba una vida cansina. ¿Cuánto hacía desde la última vez que se había mirado al espejo? ¿Y si aquel espejo le estaba gastando una broma pesada? Juan se sentía con el ímpetu de un niño pero con un cuerpo pesado, que más que ayudar estorbaba. Deseó gritar, llorar y hasta romper el espejo que, según él, le estaba gastando una broma pesada. “Pero no todos me querrán engañar”, pensó. Fue al espejo de la entrada, hasta hizo un cuenco con las manos para verse reflejado en el agua. Todos decían lo mismo, la misma realidad que resultaba abrumadora. Esa mañana acudió a misa y saludó a los parientes que allí había. Su hijo le abrazó con recelo: se daba cuenta de que algo en su padre había cambiado. Era como si se hubiese quebrado y no se pudiese volver a recomponer.

Durante la misa Juan no prestó demasiada atención al sacerdote. Al terminar, el cura le sacó aparte y le preguntó:

-Juan, ¿en qué estabas pensando? ¿Te encuentras bien?

-Es que el espejo me ha engañado. ¿No tendrás tú un espejo? No, mejor no hace falta –rectificó-. ¿Cómo me ves?

-Con pelo blanco y la mirada cansada. Un poco encorvado...

-¡Mientes!

Salió de la sacristía y se dirigió a la calle en busca de la tienda de espejos del barrio. Buscó por todo el almacén un espejo que no le mintiese o, mejor dicho, que le dijera la verdad. Encontró por fin uno que sí la decía, un espejo que la única imagen que reflejaba era la que Juan había buscado con desesperación y que solo su imaginación había encontrado.