XVI Edición

Curso 2019 - 2020

Alejandro Quintana

La niña 

Alejandro Salvador, 17 años 

                 Colegio La Farga (Barcelona)  

La niña se despertó con sus propios gritos. Lo hizo de pronto, en medio de la oscuridad, empapada en sudores fríos mientras luchaba por desenredarse del abrazo de las sábanas pegajosas. Su pijama rosa, con un osito estampado, se le había pegado a su diminuto cuerpo a causa de la transpiración. El corazón le martilleaba con furia.

Era de noche. El silencio se filtraba bajo la rendija de la puerta, capaz de aplastar el tañido de las campanas que, desde la plaza del pueblo, daban la medianoche. Con todo, ella se asustó de que sus tímpanos estuvieran a punto de estallar por el bombeo de su respiración entrecortada. Trató de calmarse.

—Ha sido una pesadilla —pensó, aporreándose la frente—. Una pesadilla, nada más. 

A pesar de sus intentos, no consiguió relajarse. El recuerdo de una música sombría, la sensación de caer al vacío, el tacto áspero de la cuerda… Le sacudió un escalofrío. 

Pretendiendo eludir los fantasmas del sueño, se incorporó con lentitud sobre el colchón y apartó las mantas hacia un lado. Sus piececillos suaves y desnudos tocaron las baldosas antes de volver inmediatamente a la seguridad de la cama. Le pudo el miedo. 

Una ráfaga de viento le golpeó de improviso. ¿Por dónde había entrado aquel golpe de aire? Por un cristal roto en la ventana. Se le revolvieron sus cabellos rubios, tornados en una maraña de culebras. No podía soportar aquel horror, así que se arropó bajo las sábanas húmedas y cerró los párpados con fuerza, bisbiseando una oración que la ayudara a dormirse de nuevo. 

Las pastillas que le había recetado el doctor tardaron en surtir efecto. Cuando por fin el cansancio comenzaba a ganarle el pulso al terror, la niña la escuchó dentro de su cabeza. Al principio fue un susurro, pero el volumen subió por momentos, como si se le acercara un altavoz. ¡Era la canción de la pesadilla! una melodía atonal y melancólica que la invitaba a rendirse ante un fatal destino.

—No… Esto no es real –se dijo–. Tranquila. No se te ocurra despertar a mamá.

Pero oía la melodía cada vez con más fuerza. Rebotaba en el interior de su cráneo como una pelota que golpea cuatro paredes. 

De pronto, en un arrebato de coraje, la pequeña se levantó de un brinco. Corrió hacia la puerta, esquivando las sombras que su cabeza dibujaba en la habitación como demonios macabros. Cuando alcanzó la pared, la tanteó a un ritmo frenético hasta dar con el interruptor. Prendió la luz y gritó.

De una de las vigas que atravesaban el techo colgaba una soga que abrazaba el cuello amoratado de una niña de rasgos delicados y cabellos rubios. El viento la zarandeaba con un vaivén, como si la meciera un oleaje. Estaba vestida con un pijama rosa estampado con el dibujo de un osito sonriente. 

Tuvo la impresión de estar mirándose en un espejo.