VIII Edición

Curso 2011 - 2012

Alejandro Quintana

La obra de su vida

Rocío de Moya, 16 años

                 Colegio Montealto (Madrid)  

De vez en cuando, la pequeña se colaba en el taller de su padre y se quedaba quieta entre las sombras, observando absorta cómo trabajaba. Aquellos enormes bloques de piedra que se alzaban amenazadores iban tomando formas increíbles: su inicial estructura piramidal, las paredes irregulares, alisaban su superficie y de ella sobresalían pequeñas volutas, diminutas hojas de acanto y complicadas formas geométricas.

Su padre era arquitecto, pero disfrutaba al esculpir, al sacar de un bloque deforme formas maravillosas, premios para la vista y para el tacto. Pasaba noches enteras inmerso en su trabajo y, de vez en cuando, la niña le preguntaba por qué dedicaba tanto tiempo a la maza y el cincel. Él decía:

-La labor de un escultor no es sencilla. Si fuese pintor, bastaría una pincelada para cubrir los errores cometidos. Sin embargo, en una escultura no debe de haber fallos, pues no hay vuelta atrás. Un minúsculo error puede echar a pique el trabajo de una vida, destrozar una obra que podría ser maestra. Por eso le dedico tiempo, porque no es sólo arte e inspiración sobrevenida, es esfuerzo, concentración, y trabajo.

Llevaba semanas con el que parecía el encargo de su vida. Ella había oído hablar de una catedral, la más majestuosa construida en la Historia. Su padre era el encargado de una pequeña parte, pero según las observaciones de la niña, muy pequeña no debía ser, a juzgar por la cantidad y el tamaño de los bloques de piedra. Oía discutir a los encargados de la construcción, palabras incomprensibles para una mente poco instruida como la suya: arbotantes, arcos angrelados, vidrieras y pináculos, sobre todo pináculos. Llegó a la conclusión de que eso debía ser lo que estaba esculpiendo en el taller.

Se acercaba la fecha de finalización de la obra. La puerta del taller no se encontraba casualmente entreabierta sino siempre cerrada. Tras ella, los rítmicos martilleos y golpes. Tres días estuvo encerrado sin comer, sin dormir, tallando y perfilando los últimos detalles.

Al cuarto día salió ojeroso pero triunfante. Con un plato de comida al frente, su hija le disparó cientos de preguntas, intrigada por el resultado. Pero é le contestó únicamente:

-El resultado final lo verás una vez mi obra esté donde debe de estar, en la catedral, en el lugar pensado para ella.

Era un día soleado, el cielo estaba limpio, y el aire fresco, pero la felicidad se podía palpar en el ambiente gracias a la expectación general: era la fecha de la consagración de la catedral. La gente acudía en masa.

La niña vió cómo su padre dejaba que la multitud le adelantase:

-Papá, ¿no quieres coger sitio en primera fila para ver tu obra?

El hombre sonrió y le revolvió cariñosamente el pelo:

-Ya verás como desde lejos se ve mejor.

La catedral era grandiosa, el sol iluminaba la piedra, que adquiría un tono dorado. Las vidrieras dejaban destellos de luces multicolores que parecían tener un aura mágica. La nave era magnífica, de gran alttura y con unos picos esculpidos en la parte superior que le daban un acabado perfecto. Fue entonces cuando la pequeña pudo reconocer la obra de su padre, aquellas estructuras de forma piramidal que, desde abajo, parecían de un reducido tamaño.

-Mira hacia arriba, sobre los arbotantes. Todos esos pináculos los he esculpido yo.

La niña le dedicó un mohín de decepción:

-Pero, papá… Los han puesto tan arriba que no se ven bien. ¿Por qué te esforzaste en hacerlos con tantos detalles si no se iban a pioder distinguir?

-Cariño, te voy a contar un secreto: Mi trabajo, es el mejor de todos. El cristalero que diseña las vidrieras trabaja para que nosotros las disfrutemos, al igual que el artista que diseña el enrejado de las puertas. Pero yo no trabajo para vuestro deleite sino para el deleite del más grande, para que aquellos que están en el cielo puedan comprobar que nosotros seguimos siendo capaces de crear cosas hermosas, que nuestros errores no impiden que sigamos trabajando y esforzándonos para mejorar, desplegando al máximo nuestras capacidades. Porque trabajar para los demás es un placer, pero trabajar para Dios es un honor que a veces creo que no merezco. Por eso te digo, hija mía, que todo lo que hagas, debes hacerlo dando lo mejor de ti misma, porque quizás estén mirando desde allá arriba para comprobar si seguimos siendo capaces de crear cosas hermosas.

-Papá, de mayor quiero ser como tú.

Con una carcajada, el escultor cogió a su hija mientras se aproximaban a la catedral. Desde arriba, alguien les miraba sonriendo, pensando que los hombres saben amar de una manera muy hermosa.