XIII Edición

Curso 2016 - 2017

Alejandro Quintana

La pelota

Mónica Perea, 16 años 

                  Colegio Zalima (Córdoba)  

La ceniza no llegó a caer al suelo, sino que se quedó incrustada en su pantalón. Con la mano derecha frotó con frenesí la mancha, sin obtener el efecto que buscaba. Con un suspiro de frustración lanzó la colilla al cemento y la pisó. Sin poder contenerse, se me-tió la mano en el bolsillo y sacó el siguiente cigarro, que bien podría ser el quinto o el sexto que fumaba.

Como un autómata miró alrededor, buscando su botella. Seguía ahí, junto a sus pies: vacía y rota a causa del impacto que él mismo había provocado cuando, sin darse cuenta, la había dejado caer al suelo. Por un momento tuvo la esperanza de que se arreglara y se rellenara por sí sola, pero eso era algo que no iba a ocurrir.

Seguía desorientado cuando levantó la cabeza para echar un vistazo al parque. Vio a un niño que corría hacia el banco donde él estaba sentado. ¿Qué querría aquel mocoso? Cuando sus miradas se cruzaron, percibió en los ojos del pequeño una mez-cla de curiosidad e inocencia.

—¿Me puede dar la pelota, señor?

Miró a sus pies y vio la pelota, pinchada, entre los cristales rotos de la botella. Apesadumbrado, levantó la vista para ver la cara que ponía el niño, que se limitó a abrir los ojos con sorpresa. No lloró. Recogió su juguete roto y salió corriendo hacia su abue-la.

Siguió observando al niño. Estaba asombrado de que, tras escuchar a la anciana, si-guiera jugando como si no hubiera pasado nada: ahora daba patadas a un balón pinchado.

Esta vez logró por fin levantarse de su asiento. Apagó el cigarrillo y se acercó a la tien-da de juguetes más cercana. Al salir, su rostro mostraba una sonrisa. Caminó con deci-sión hacia el parque y fue en busca del niño, a quien entregó una bolsa con una pelota nueva. El pequeño sonrió, le dio las gracias, chutó y salió corriendo tras el balón, sin volver a pensar en él.

Mientras regresaba a casa, la imagen de la sonrisa del niño le venía continuamente a la cabeza. Suspiró. Quería darle una sorpresa a su mujer, hacerla feliz, tal como le había prometido el día que le puso el anillo de compromiso en el dedo. ¡Cómo iba a imaginar que acabaría convirtiéndose en un borracho! Se odió a sí mismo por un instante. ¿Pero qué clase de hombre era él?

Encontró a su mujer atareada en el salón, intentando eliminar una mancha del suelo. Se agachó junto a ella y la abrazó, susurrándole todo tipo de disculpas por haberse conver-tido en lo que era. Le prometió que se pondría en las manos de un experto, para que le ayudase a superar su problema, y le aseguró, una y otra vez, que ya nunca más haría promesas vacías.

El ejemplo de un niño le había hecho reaccionar, le contó a su mujer, mientras repetía: «Esta vez no serán promesas vacías, esta vez ya verás como no».