IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

La posada de Mateo

Olga Nafría Febrer, 14 años

                  Colegio Pineda (Barcelona)  

En la pequeña posada de los padres de David había muchísimo trabajo. El César había mandado que todos se censaran en su lugar de origen y Belén se encontraba lleno a más no poder. El muchacho iba de un lado a otro transportando sábanas limpias, cacharros de cocina... Su padre, Mateo, era un hombre muy severo y trabajador. Desde que David era pequeño, le había obligado a colaborar en la posada. Rebeca, su madre, preparaba cenas en la cocina. David, al ver que nadie le requería en aquel momento, se sentó en un rincón desde el que podía observar a los forasteros que llenaban el comedor. La mayoría de huéspedes eran gente humilde. “Nada interesante”, pensó. Pero descubrió en una mesa apartada de todas las demás a tres hombres algo mayores, quizás comerciantes, con aspecto de poseer mucho dinero. Llevaban ropas vistosas y todo tipo de joyas. Parecían preocupados, discutían en voz baja y no dejaban de examinar unos pergaminos. David se quedó absorto contemplándolos. De pronto, la aldaba del portón sonó pesadamente.

-¡David! –gritó Mateo-. ¡Abre!

Un hombre de mirada amable llevaba el ronzal de un burro en donde iba montada una mujer. El zagal observó que la mujer estaba encinta.

-¿Tendríais una habitación para nosotros? Mi mujer está a punto de dar a luz.

-Un momento. No sé si quedan habitaciones.

Fue en busca de su padre, que le respondió malhumorado:

-Sabes que tenemos la posada llena. No me molestes justo ahora. ¡Debo atender a mis clientes!

-¡Pero la mujer está a punto de parir!

-Hay otras posadas en Belén.

-Como no se acomoden en el establo...

Mateo fue a atender a los forasteros.

-No nos quedan habitaciones –se disculpó David a los recién llegados-, pero puedo ofrecerles el establo. Les traeré mantas.

La mujer le sonrió:

-No sabes cuánto te lo agradecemos.

Les condujo al establo, detrás de la casa. Junto con José (que así se llamaba el hombre) juntó un poco de paja a modo de lecho. Después corrió a la posada en busca de sábanas y mantas para protegerles del frío y un cántaro de leche bien calentita. Bajó las escaleras con sumo cuidado, pero al cruzar el comedor, la voz de su padre le detuvo:

-¿Qué haces con todo esto?

Las miradas de los huéspedes se volvieron hacia David.

-Es para José y María -murmuró.

-¿Quiénes son? –quiso saber Rebeca.

-Unos viajeros. María está a punto de dar a luz y como no queda sitio en la casa, los he llevado al establo. Les llevo mantas para que no tengan frío.

Todo el comedor se había quedado en silencio. Entonces, del fondo de la sala emergió una voz temblorosa:

-¿Va a nacer un niño aquí?

Era uno de aquellos tres ancianos que discutían sobre un pergamino. Se pusieron de pie los tres y avanzaron hasta el centro de la estancia. Uno de ellos mostró aquel documento, repleto de estrellas y curiosos signos.

-Hace tiempo que observamos algo extraordinario en el firmamento que anuncia el nacimiento de un Rey.

Los huéspedes murmuraron con estupor. Otro de los sabios tomó la palabra:

-Al llegar a Belén, la estrella se detuvo justo encima de esta posada.

El tercero de los sabios continuó:

-¡Vayamos a ver si ha nacido ya el niño!

Todo el mundo se apretujó contra la puerta de salida.

-¡Un momento! –David alzó la voz entre risas–. Estáis equivocados. Ese niño no será ningún Rey: sus padres son pobres como nosotros.

-De imperios y gobernadores estamos hartos –dijo un campesino-. No queremos un jefe que luche ni victorias en la guerra, sino un Rey de paz que no guíe nuestras armas sino nuestros corazones.

-¡Viva! –exclamaron todo.

En el establo se encontraron con la mujer. José la miraba arrobado. El recién nacido dormía en el pesebre al tiempo que un coro de ángeles entonaba alabanzas a Dios.