XVIII Edición
Curso 2021 - 2022
La profecía
Camino Salamanca Esteve, 14 años
Colegio
Sierra Blanca
–En mil quinientos cincuenta y cinco, nació un chico con una mancha azul en la espalda que recordaba a una gota de agua. Su hogar era humilde, pero al cumplir diez años fue llamado a palacio sin que conste explicación alguna. Lo educaron para la cultura y lo entrenaron para las armas. Y a los diecinueve años le dieron a conocer una profecía: <<Un niño, blanco como la nieve y con la marca de la lluvia en la piel, no conocería la muerte si fuese capaz de llegar vivo a los veinte años>> –carraspeó el guía para limpiarse la garganta–. El mismo día de su vigésimo cumpleaños el muchacho se ausentó de palacio. Nadie supo más de él. Aunque si murió es un misterio, desde entonces se alimenta una duda de generación en generación: ¿Es la inmortalidad una maldición o un obsequio? Observen el documento… Y hasta aquí, la visita guiada. Muchas gracias y espero volver a verlos.
Mientras se marchaba el grupo de visitantes, Alonso se quedó observando la cúpula de cristal que protegía el documento con la profecía. Lo miró con odio y desagrado durante un largo tiempo, hasta que un vigilante le anunció que tenía que marcharse, pues había llegado la hora de cerrar.
Cuando el joven salió a la calle, se topó con un periódico tirado en el suelo. Se fijó en la fecha: 31 de octubre de 2020. Coincidía con su cumpleaños, del que nadie se había acordado.
<<No importa>>, se resignó.
Le era indiferente tener un año más, pues había perdido la cuenta de su edad.
Se acercó a una cafetería, donde pidió un menú.
–Me muero de hambre –le dijo al camarero con una sonrisa.
<<¿Morir?... >>, pensó de inmediato. <<Es irónico después de haber presenciado cientos de muertes a lo largo de mi vida interminable>>.
Estaba cansado de su inmortalidad.
De pronto escuchó una discusión. Al parecer, un cliente no había pagado la cuenta. Era un muchacho. Alonso se puso en pie.
–Está invitado –intervino ante el camarero.
La cabeza le dio vueltas y empezó a ver borroso. Oía aquello que le contaron cuando tenía diecinueve años, recordó las vestimentas de su madre cuando se lo llevaron de su hogar. Ella llevaba bordada en el vestido una cruz negra muy parecida a la que aquel chico tenía tatuada en la mano.
Aunque le tomó un tiempo recuperarse, no quiso darle importancia a la profecía ni al tatuaje. Salió a la calle y se dirigió a su piso. Una vez dentro, Alonso se tumbó en el sofá y miró al techo, hasta que se quedó dormido.
Se despertó entrada la noche, salió a la terraza y miró las estrellas, deseando que le dijesen qué tenía que hacer. Estaba solo desde hacía más de cuatrocientos años. Al ver morir a sus primeros amigos, había decidido no encariñarse con nadie más. Empezó a llorar. Estaba confundido. Se preguntaba qué había para merecer tal sufrimiento.
Cuando fue a entrar al piso, resbaló y cayó al suelo, dándose un golpe en la cabeza que lo dejó inconsciente.
Cuando abrió los ojos se encontró con que estaba en una habitación muy distinta, fría y humilde. Vio a su madre, que le llevaba en brazos. Su padre los observaba.
–Nos lo pedirán –le dijo ella a su padre.
–Lo sé.
–Pero no puedo permitir que crezca allí, separado de nosotros.
–Lo sé, pero tenemos que volver por nuestra propia voluntad.
La mujer empezó a llorar mientras su esposo se acercaba para consolarla.
–Lo voy a dejar aquí –dijo su esposa, protegiendo al niño con los brazos–. Podemos quedarnos con él unos cuantos años; después lo daremos al palacio.
–¿Estás segura? Él estará solo la mayor parte de su vida.
–Cuando crezca le diremos, de una forma o de otra, que no pertenece a este tiempo ni a este lugar –lloraba más intensamente.
–Se reunirá con nosotros, lo sé. Solo tiene que romper el encantamiento.
Alonso se despertó de golpe. Se levantó del suelo del salón y comenzó a pensar qué podía ser aquello que lo mantenía atado. No tenía ninguna pertenencia personal que le importase, tampoco una mujer a la que amara. Hasta que cayó en la cuenta del pergamino, en la profecía del museo.
Bajó a la calle y echó a correr. No le importó que la alarma del museo sonara cuando forzó la puerta de entrada. Llegó a la sala de la profecía, rompió el cristal y cogió el pergamino.
<<Solo tiene que romperlo, solo tiene que romper el lazo que lo mantiene aquí>>, recordó las palabras de su padre.
Entonces hizo trizas el pergamino y cerró los ojos mientras llegaba la policía, que, de manera incompresible, no encontró a nadie junto a los trozos de papel.
Alonso volvió a abrir los ojos. Estaba en un campo de flores. Se le acercaba una pareja que iba de la mano. Sabía quiénes eran. Corrió hacia ellos y los abrazó.