IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

La profesora

Sara Mehrgut, 16 años

                  Colegio Alcazarén (Valladolid)  

Casi todos encontramos auténticas novelas en la vida real. Durante mi etapa como profesora en un colegio de monjas, creo haber conocido cientos de episodios novelescos y alguno cambió bruscamente mi vida.

Retirada ya de la enseñanza para disfrutar de la jubilación, dispongo de todo el tiempo para rememorar la historia de Clara Valera.

Mi despacho estaba separado de la biblioteca del último piso por una fina pared que me permitía oír cuanto ocurría en aquella habitación destinada a la lectura y al estudio y reprender a las alumnas que no respetaran el silencio.

Una tarde me acerqué para acallar a las niñas. Cuando iba a cruzar el umbral de la puerta me detuve a observar el espectáculo. Clara Valera estaba sobre una mesa en la que imitaba mi forma de andar. El resto de sus compañeras reían con su paso intencionadamente renqueante.

Cuando se percató de mi presencia, bajó de la mesa. Le hice una señal para que se acercara y me siguiera hasta el despacho.

-¿Tienes algo que decir? –le pregunté una vez las dos tomamos asiento.

-Siento haber interrumpido el silencio de la biblioteca.

-¿Nada más? –le miré fijamente a los ojos.

-No -contestó con una extraña seguridad.

-Presiento que tú yo nos vamos a llevar de maravilla.

Ante mi sentencia sonrió burlonamente. No volvimos a hablar hasta que pasadas unas semanas la llamé de nuevo a mi despacho.

-Mañana entregaremos las calificaciones y, si te soy sincera, me sorprende tu poco rendimiento. ¿Tienes algo que contarme? ¿Te puedo ayudar?

-¿Por qué? ¿Qué quiere que le diga?

-La verdad.

-Entonces le diré que me da igual –reveló, desviando la mirada.

-¿Qué es lo que te da igual?

-Todo –se levanto y se fue.

Clara Valera tenía un problema y yo me sentía con la responsabilidad de averiguarlo para ayudarla.

Las siguientes semanas, para que alcanzara el nivel de estudios de la clase, la sacaba al estrado a menudo. Las demás profesoras también la notaban triste. Nos volvimos a encontrar en mi despacho el día que dimitió como delegada.

-No acepto tu dimisión. Te presentantes y tus compañeras te eligieron.

-No soy un ejemplo a seguir.

-Cierto. Últimamente no eres la misma. Parece como si no estuvieras en clase.

-Pero si me paso el día en la pizarra...

-Tu cabeza está en otra parte. Tus padres también deben estar preocupados, pues me han llamado para concretar una reunión para mañana.

Los ojos de Clara se inundaron de lágrimas. Como si escupiera veneno, anunció:

-Tengo cáncer.

Enmudecí, algo que no me puedo perdonar. Cuando despegue los labios para decir algo, Clara ya se había marchado.

A la mañana siguiente la cita con sus padres me abrió la puerta de la dura realidad: clara sufría leucemia.

Pasaron las semanas y me siguió evitando. Lo entendía, con solo quince años hay cosas que no se sabe cómo afrontar. Descubrí que sus dos mejores amigas conocían la noticia pero ninguna sabía cómo ayudarla. Clara se había encerrado en sí misma.

Marzo pasó rápido: los exámenes, las dudas de última hora, correcciones, reuniones... Las evaluaciones de Clara no fueron tan desastrosas. En aquel momento, eran lo de menos.

Llegaron las vacaciones, pero ella no volvió a pisar un aula, un corredor... Se olvidó del timbre de la campana que anunciaba la salida al recreo.


***


La habitación era luminosa. Me sorprendió verla tan alegre, con un pijama blanco y sentada en el borde de la cama.

-Hola Clara. ¿Cómo te encuentras?

-Mi madre me dijo que usted vendría.

A Clara le agradó mi visita, lo que me confundió aun más.

Empecé a visitarla cada dos días. Su agudísimo sentido del humor convertía los dramas en comedias. Una mañana, mientras me contaba la última visita de sus primas, la interrumpí para preguntarle:

-¿A qué se debe tu cambio?

Ella sabía que apenas le quedaban unos meses de vida y esa verdad, que me horrorizaba, a ella no parecía turbarla.

-A una niña del hospital. La conocí el primer día. Tenía una neumonía grave y estaba muy pálida, pero me asomé a su habitación al escuchar el alboroto. Se reía con su madre, no sé de qué. Nos presentamos y una vez estuvimos solas la pregunte si no tenía miedo y ella negó la cabeza, traviesa, como si escondiera un secreto. Terminó confesándome su seguridad de que no iba a pasar nada porque desde el cielo cuidaría de sus padres. <<Además, me están esperando mis abuelos>>, añadió. <<Ese lugar tiene que ser muy bonito>>.

Me tuve que secar las lágrimas.

-No llore, profesora, porque eso mismo pensé cuando llegue a mi cuarto. No me voy a perder nada porque nada se acaba. Deseo que nadie se entristezca con mi muerte, porque cuando me enteré del cáncer me dolió más la expresión de mi madre que las palabras del doctor. Pero ahora todo irá bien.

De cuando en cuando me acerco al cementerio y dejo una flor y una oración de agradecimiento sobre su tumba.

-Fue una suerte conocerte, Clara Valera.