IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

La pulga de la quinta avenida

Ana González-Barros, 15 años

                 Colegio La Vall (Barcelona)  

Un radiante sol bañaba Nueva York. Aunque el termómetro superaba los cuarenta grados y la humedad hacía el ambiente casi irrespirable, Hilton se sentía tan fresca. Le encantaba tomar el sol. Cuando lograba que se le dorara la piel lucía preciosos modelitos que compraba en el mercado de pulgas de Harlem.

-¡Ay! -suspiraba sobre la oreja derecha de Bob, un perro que vagabundeaba por Central Park.

El chucho buscaba las sombras de los árboles, lo que a Hilton llegaba a fastidiarle porque ella quería tostarse por delante y por detrás.

La muchedumbre descansaba sobre la hierba o patinaba por el asfalto. Una ardilla traviesa buscaba migas de pan entre los bancos y un coche tirado por un recio caballo traqueteó al lado de Bob y de Hilton. La pulga mordió la oreja del can, logrando que abandonara las sombras y saliese a la calle.

Se detuvieron frente al edificio Dakota y vieron pasar una elegante limusina.

-Ya me gustaría viajar en un coche como esos, en vez de en este sucio animal -se quejó Hilton-. Podría comer caviar y beber campan francés.

-¡Hilton! ¿Qué estás haciendo? -su madre apareció entre la espesa mata de pelo.

-Descansar… -respondió con voz queda.

-Pero si ya ha llegado la abuela. La comida ya está lista.

-Mamá, te he dicho que no pienso comer más porquería -contestó Hilton poniendo morros.

-¿Qué quieres, mudarte a un perro de familia rica? ¿Para que lo desparasiten y te vayas por el desagüe...?

-¡Sólo quiero un lugar más digno donde dormir y alimentarme mejor.

-Tú misma..., desagradecida -desapareció entre la selva canela.

Hilton volvía a estar sola ante los abrasadores rayos de luz que le salpicaban la cara. Ahora Bob deambulaba frente de las tiendas caras. Una brisa acariciaba su pelo mientras trotaba por la acera. Algunas alcantarillas soltaban vapor blanco que subía hacia lo alto de los edificios.

-Me debo ir cuanto antes. Los desinfectantes para perros deben ser una mentira de los parásitos acomodados… -masculló Hilton poniéndose en pie.

Se tambaleó cuando el viejo perro se puso a husmear un montoncillo de basura. El hedor que provocaba llenó los pulmones de Hilton.

-¡Ya basta! –estaba enfurecida-. Aprovecharé la primera oportunidad para largarme.

Bob dejó de buscar entre la porquería y se puso a trotar, haciendo que Hilton perdiera el equilibrio. Inesperadamente, dos canes peludos se encontraron de frente con el sucio perro callejero. Estos eran blancos, pomposos y soltaban una estela de delicado perfume. Bob se asustó y emprendió una carrera hacia la otra acera. Un coche tuvo que dar un frenazo y parar en seco. El viejo perro corrió hacia la joyería Cartier.

-Este es mi momento. Ha llegado la hora de bajarme -Hilton tomó impulso desde la nariz de Bob.

De un gran salto cayó sobre la mullida moqueta roja. Poco después, como era de esperar, comenzaron los chillidos de las dependientas:

-¡Sacad a ese chucho...!

Así se despidió Hilton para siempre de portador, el viejo perro canela, y también de su familia.

La pulga dio unos cuantos brincos hasta llegar a la entrada de la tienda y se asomó a la calle a la espera de un nuevo perro. No tardó en cruzarse una señora que llevaba de la correa a un caniche gris plateado. Hilton tomó carrerilla y dio el salto decisivo. En pocos segundos se acurrucó entre un espeso y fino pelaje bañado en dulce y selecta colonia.

-¡Por fin lo he conseguido! -exclamó mientras se estiraba sobre su nuevo hogar.

Aunque estaba satisfecha, en el fondo se sentía sola. En pocos minutos se encontró en la habitación de un hotel en Time Square, a muchos metros de altura. Su caniche estaba dormido junto a un ventanal. Hilton podía observar Nueva York desde lo alto. Se durmió plácidamente sobre la húmeda trufa de la nariz de Linda, dejando que los cálidos rayos de sol le acariciaran el rostro.

***

Unos chillidos despertaron a la pulga. Era la dueña, que miraba a Linda de hito en hito con sus enormes gafas doradas.

-¿Le alegrará mi presencia? -se preguntó Hilton.

Así lo creyó y volvió a recostarse. Pero la dueña salió a la calle a toda prisa en compañía del perro. Volvían a estar en medio del bullicio de la ciudad, todo plagado de luces y carteles que cambiaban de color. Hilton se sonreía pensando que la señora del moño le iba a enseñar los lugares más bonitos de la ciudad.

Caminaron junto a un montón de grandes comercios, hasta que llegaron a un exquisito establecimiento en el lavaban, secaban y peinaban a ampulosos canes hasta que parecían de algodón. Una chica con bata verde tomó al caniche y lo colocó sobre una mesa.

Hilton estaba más ensimismada que nunca. Se había tumbado sobre el mullido cuello de Linda. Hasta que un extraño aroma invadió su hogar. La chica de la bata verde estaba impregnando a Linda con una sustancia asesina. Hilton se adormecía sin quererlo, hasta que le venció el veneno de su arrogancia.