XIII Edición

Curso 2016 - 2017

Alejandro Quintana

La solitaria 

Pedro Osorio de Rebellón, 14 años  

             Colegio El Prado (Madrid)  

Esta tarde he asistido al funeral de Petra, La Solitaria, como la llamaban los vecinos del pueblo. Ha fallecido con ochenta y cuatro años.

Recuerdo que la veía cada vez que me acercaba a la estación de autobuses, que está junto al frontón. Ella siempre estaba de pie, toda su atención puesta en el fin de la carretera como si no hubiese nada más en el mundo.

Un día me acerqué a Petra, La Solitaria. Me reconcomía la curiosidad por saber por qué estaba en la parada todos los días, y le pregunté:

—Perdone, ¿espera a alguien?

Ella, sin dejar de mirar a la carretera, me respondió:

—A mi esposo, que hace tiempo que no vuelve.

Me fijé en una cesta que había dejado en el banco.

—¿Qué tiene ahí?

—¿En el cesto? Una botella de limonada y una torta de chicharro, para mi marido. Es lo que más le gusta –—me dijo con voz de confidencialidad.

—Pero en la botella hay vino, no limonada.

—Qué va a ser vino. ¿No sabes cómo se hace la limonada?

—¿Con limones?

—Y con canela y más ingredientes.

—¿Y vino?

—También, también…

Me enteré de que su esposo había muerto el año anterior, pero ella se convenció de que seguía vivo. Tan segura estaba de ello que dejó su casa para dormir en la estación. Entonces, la gente del pueblo le empezó a llevar comida. Algunos vecinos le intentaban convencer de que volviese a su casa, que aquellos fríos no eran buenos para su salud. No les hizo caso, acompañada siempre por la cesta que colgaba de su brazo.

Continué hablando con ella los días en los que bajaba a la estación. Gracias a Petra conocí las costumbres del pueblo; la matanza (me explicó, ayudándose con gestos, cómo se le corta el gaznate al cerdo), las “chuletadas” que se hacían en la bodega, así como historias de algunos personajes, como su prima, La Cotorra (así la llamaban porque se enteraba de todo), que «es más fea que pegar a un padre con un calcetín sucio», decía. Hablaba de los años de la posguerra, de que cuando no había huevos para hacer una tortilla y la cocinaban con harina, agua y patatas. Y sobre todo, de su marido. Él siempre estaba presente.

Unas semanas después, le pregunté un poco nervioso:

—Petra, si sabes que tu esposo ya no puede venir, ¿por qué le esperas?

—Pues mira, en todos estos años he aprendido que la esperanza es de las pocas cosas que no hay perder en la vida.

Me asombró la claridad con la que se había expresado. Y que para ella no había nada imposible.

Dicen que ha muerto con una sonrisa, mirando a la carretera y sin la cesta. Según La Cotorra, la recogió su esposo aquella noche, pero quién sabe. Lo único importante es que Petra, La Solitaria, vivió esperando a su marido y ahora, al fin, lo ha encontrado.