XX Edición
Curso 2023 - 2024
La torre de Babel
Mateo Abellanas, 15 años
Colegio El Vedat (Valencia)
Me encanta el castellano. Cada vez lo veo más claro, sobre todo después de mis clases de inglés, cuando el profesor me anuncia que he acertado dos de diez preguntas en un ejercicio. En esos momentos me da por imaginar lo horrible que debe de ser para ellos aprenderse nuestros pretéritos y adverbios.
Tengo que proclamar que me siento el rey de mi lengua. Soy el conde del condado del Castellano, el presidente de la república de mi habla. Y seguro que el lector también lo siente: somos capaces de hablarlo perfectamente (cuanto más lo pienso, la corrección lingüística me parece más importante), moldearlo y convertirlo en una canción, hasta hacer que rime. Y al revés: poseemos la habilidad de transformarlo en poesía y amasarlo hasta que se haga prosa. Incluso podemos convertirlo en teatro.
Si algunos directivos, para el desempeño laboral, tienen bajo su mando a cinco o seis personas, yo soy el jefe de las aproximadamente noventa y tres mil palabras que se encuentran en el diccionario, y todas ellas obedecen mis órdenes de buena gana. Los vocablos no se enfurecen, no protestan, no traicionan, no abandonan. Dispongo de una baraja de verbos que establecen un orden en mis frases y controlan a las demás palabras. Ellos son mis sargentos. Además, poseo una sarta de adjetivos que me van a ayudar a determinar las cualidades de cada sustantivo. Son mis soldados rasos, cada cual con su carácter. Mis adjetivos para la palabra "mesa" son apacibles, pues apenas se mete en problemas. Sin embargo, hay otros con un carácter difícil, como "pneumonoultramicroscopicsilicovolcanoconiosis", uno de mis reclutas más rebeldes.
Desgraciadamente, el enemigo a menudo consigue colocar espías entre mis filas, tales como "hobby", "email" u "online". El más horroroso es bro. No obstante (y gracias al cielo), los elimino más pronto que tarde y apenas me causan problemas. Pero su éxito podría ser mi perdición. Si algún día me ganan, me dejarían vulnerable a las invasiones de préstamos lingüísticos de otros idiomas, convirtiendo a mi amada lengua en un dialecto mediocre, corrompido y putrefacto.
Mi amor por el castellano aumenta cada vez que oigo chapurrear en español a un ruso, o cuando me oigo a mí mismo pelear por pronunciar bien aquellas –ciertamente horrendas– palabras que tiene el inglés. ¡Viva el castellano! Es lo más propio que poseo, aquello que me enorgullece. Para resaltar su importancia sólo hace falta añadir cuatro palabras: la torre de Babel. Porque en Babel se fracturó el habla de los hombres, mas de todas ellas brilla la lengua que se fraguó en nuestro país.