IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

La última calada

Remei Pallás, 16 años

                 Colegio Canigó (Barcelona)  

Oía la sirena de fondo. Apenas entraba luz por la ventana y estaba mareado porque la furgoneta no seguía una dirección constante. El ambiente era asfixiante; le faltaba aire.

Angustiado, intentó recordar que había sucedido, pero no sirvió para nada: todo lo veía muy borroso. Había un hombre y una mujer junto a él, y sólo la reconocía a ella. Al mirarla le vino un flash que desapareció tan rápido como había llegado.

No era la primera vez que esos ojos azules le miraban de un modo tan preocupado. El pánico le invadía como un veneno y no le permitía pensar con claridad. Tenía la cara empapada en sudor. Se sentía agotado por el esfuerzo de mantenerse lúcido.

-¡Aguanta Jorge! –le animaba ella.

Cerró los ojos e intentó recordar. Todo había empezado como un juego, como algo propio de la edad. Hacía cinco años de aquel primer cigarro en una inocente tarde de verano. Le decepcionó: no se sintió más adulto, más hombre, ni siquiera que hubiera realizado un acto de valentía. Pero como todos los demás fingió que le gustaba el sabor de la nicotina y omitió el malestar.

Meses después fumar era ya una costumbre para sorprender a las chicas del colegio. Luego, la excusa para quitarse los nervios antes de un examen. Pasado el tiempo se prometió que se compraría un último paquete, ninguno más.

Pero Jorge terminó como los que empiezan las comidas con un cigarrillo y las terminan con otro después del postre porque ayuda a hacer la digestión. Era de la clase de personas que esperaba el siguiente autobús con tal de terminarse el cigarrillo o de los que se sentían profundamente ofendidos si no se podía fumar en el restaurante. Le gustaba mofarse de los mensajes de los paquetes de tabaco con algún otro fumador que le seguía la broma.

Pero ahora esos mensajes ya no le parecían tan exageraros. Incluso hubiera deseado que sus amigos le hubieran advertido del peligro. Eugenia era de las pocas personas que le miraba con enojo cada vez que sacaba del bolsillo la cajetilla blanca y roja. “Siendo asmático, eres aún más imprudente”, le había repetido muchas veces.

Abrió los ojos. Los colores se habían intensificado y la luz en el interior de la ambulancia era cegadora. Se sentía atrapado en su propio cuerpo, que ya no respondía a sus ganas de vivir.

¿El último cigarro...? Minutos antes. Hablaba con Eugenia en el coche, aunque no recordaba el tema. Le había resultado difícil encender el cigarrillo, porque apenas quedaba gas en el mechero. Nervioso, no había escuchado a su hermana. Era algo instintivo: el cuerpo le pedía que prestara atención en el tabaco. Después, todo ocurrió muy rápido: se distrajo con el cigarrillo y la tos le dejaba sin aire. Entonces perdió el control sobre el volante. El coche salió de la carretera y chocó contra un árbol.

Su hermana le sujetaba la mano con fuerza. Él la miró con tristeza: quería rendirse, era incapaz de respirar por si mismo. Al cerrar los ojos, sobresaltado, despertó del sueño.

-¿Te encuentras bien? Tosías como un loco... –Eugenia había irrumpido en la habitación.

-Eugenia –le interrumpió-, la próxima vez que vaya a fumar recuérdame lo que esta noche he soñado.

A partir de la mañana Jorge era un ex-fumador.