XIII Edición

Curso 2016 - 2017

Alejandro Quintana

La última cerilla

Carmen Bilbao, 16 años

                 Colegio Ayalde (Bilbao)  

—Adelante, hazlo—dijo Claudia mientras Nicolás le quitaba el seguro a la pistola.

—¿Cómo es que no me tienes miedo? —preguntó incrédulo.

—Porque sé que este no eres tú. Y sé que cuando todo esto haya acabado volverás a ser quién eras y te darás cuenta de tus errores.

Nicolás la miró con ojos fríos y, sin ningún tipo de sentimiento en su voz, comentó:

—¿Quién te ha dicho que este no sea yo?

—Nadie ha tenido que decírmelo; lo sé. Tu manera de actuar y de responder ya no es la misma —objetó Claudia—. Dime, ¿cuándo fue la última vez que visitaste a tu madre?

—¡No metas a mi madre en esto! —gritó Nicolás con ira.

Claudia acababa de conseguir que una parte de él volviese, aunque no de la manera que ella hubiese querido. Creía que si conseguía que empezara a hablar acerca de su pasado, la policía tendría la oportunidad de llegar antes de que la matara.

—La última vez que visité a tu madre me dio algo para ti.

—No me vengas con faroles, Claudia —Nicolás, en su interior, quería creer que lo que decía Claudia era cierto: que su madre le hubiese dejado un regalo antes de que ella se quitase la vida.

—Lo tengo en el armario del escritorio de mi despacho —continuó, intentando ganar tiempo.

—Entonces, vayamos a buscarlo —. Nicolás empujó a Claudia a lo largo del pasillo hasta que llegaron al despacho. Le pidió que abriese la puerta, mientras mantenía la pistola apuntándole al cuello—. ¿Dónde está el supuesto regalo de mi madre? —inquirió, vacilón.

—En el tercer cajón del lado derecho del escritorio —respondió Claudia sin dudar un momento.

Él se acercó al escritorio, aún apuntándole con la pistola, rebuscó y sacó un sobre abultado. Claudia agitó la cabeza a modo de afirmación y Nicolás se dispuso a abrirlo. Dentro encontró una caja de cerillas casi vacía. Claudia observó que las manos de Nicolás comenzaban a temblar.

—¿Esto te lo dio ella?

—¿Es que te dice algo? —cuestionó Claudia con curiosidad.

Él dudó en responder, pero finalmente lo hizo:

—Se la di la primera vez que entró en el centro de salud mental. Le dije que cada vez que tuviera un día oscuro, encendiese una cerilla —le contó con una voz temblorosa.

—¿Cuántas cerillas quedan?-

—Una —Nicolás rompió a llorar—. Quemó todas menos una… No pude salvarla, porque estaba demasiado concentrado en mí mismo como para ver que me ella me necesitaba.

Se sentó en el suelo del despacho mientras volvía a colocar el seguro a la pistola.

Claudia se sentó a su lado, pero Nicolás entendió su jugada y de nuevo le apuntó con el arma.

—Puede que seas una buena psicóloga, pero esta vez no te vas a salir con la tuya. Le tendiste una trampa a mi madre haciéndole creer que mi padre se marchó por su culpa. Y ahora lo vas a pagar.

—Sabes que no fue mi intención —se defendió, alejándose de Nicolás, aunque era consciente de su culpabilidad.

Claudia tuvo de paciente a la madre de Nicolás. En vez de darle la razón a todo lo que decía, decidió enfrentarla a los hechos tal y como habían sido, para que desde la objetividad pudiese pasar página. Sin embargo, la madre de Nicolás reafirmó su papel de culpable en la traición de su marido, lo que le condujo a un destino fatal.

—Fuese o no tu intención, lo hiciste. Y voy a vengarme —dijo, quitando de nuevo el seguro del arma—. ¡Levántate! —. Claudia cumplió la orden y Nicolás le colocó la pistola en la nuca—. Saluda a mi madre de mi parte.

Claudia cerró los ojos y esperó. Escuchó un fuerte ruido. Abrió los ojos y se encontró con un agente de policía sobre Nicolás, al que acababa de esposar. Otro agente se acercó a ella y le preguntó si estaba herida. Ella negó con la cabeza.

Cuando lo levantaron con los brazos a la espalda, Nicolás miró a Claudia con pena.

—Por favor —le dijo a la muchacha—, enciende la última cerilla por mí.