VIII Edición

Curso 2011 - 2012

Alejandro Quintana

La última defensa

Fernando Ruiz, 16 años

                Colegio Mulhacén (Granada)  

Políctomes entonaba cantos funerarios. Sabía que la hora de comparecer ante Caronte no estaba lejos; de hecho, él había aceptado aquello. Su último trabajo. Su última batalla. Los que le rodeaban también cantaban. Todos los que quedaban arrinconados en la acrópolis habían preferido aquello a ir a refugiarse a la isla de Salamina.

No era cuestión de valentía. Nadie quiere demostrar su valor siendo partes de apenas un lochos contra todo el ejército de Jerjes. Una proporción de casi quinientos a uno. Políctomes se rió mentalmente. Que le hubieran enseñado matemáticas como a todo ciudadano, poco le iba a servir en ese trance final.

Tampoco era por obligación. En la ciudad de Atenas, todos (menos los esclavos) estaban en su derecho a opinar, y él había opinado: quedándose.

No, no era nada de eso. Era amor. Él, Políctomes, se había enamorado de su ciudad y no estaba dispuesto a que los persas entraran en el recinto sacro como si fuera Babilonia. Pagarían. Poco, pero lo harían. Volver de Salamina (si es que los refugiados volvían alguna vez) para encontrar su querida ciudad arrasada, la Acrópolis vejada y el puerto de El Pireo desaparecido en la inmensidad del mar...; ¡No!, no podía ni imaginarlo. También tenía una cuenta pendiente con los persas: Leónidas le había echado para atrás en las Termópilas. “Volved y salvaros; aquí no hay nada que hacer.” Políctomes volvió a reír. El futuro no era mejor aquí que en el desfiladero.

Desde las alturas podían ver una masa humana que se movía al compás de los tambores de los persas. Mantenían el orden; por ahora. El ejército asiático entraría pronto en los muros de la ciudad y allí se dispersarían, matándose incluso por entrar en las casas que vieran más amplias, o en los almacenes del puerto. Pocos serían los que intentaran llegar organizados donde estaba el botín más ansiado, en la zona alta de la ciudad. Justo donde estaban Políctomes y sus compañeros.

Las palabras que les habían dedicado los grandes de la ciudad no se les habían olvidado, pero tampoco les llenaban. <<Hombres llenos de virtud, defensores de la patria, ciudadanos modélicos, verdaderos guardianes de la Acrópolis...>>. Mucha palabrería hueca. Ninguno de ellos se había convencido por el discurso en la plaza, en el ágora. No necesitaban elogios. Sabían que iban a morir. En la política hay momentos que deben convertirse en hechos. Y con los persas…, mejor no tratar de política.

Ante el asombro de la guarnición de la Acrópolis, Jerjes no dejó carta blanca. En cuanto rebasaron los límites de la Polis, con unas cuantas órdenes de las trompas se lanzaron hacia arriba, seguramente espoleados por la idea de quedarse con parte de la estatua gigante de Atenea, de oro y marfil. Ilusos. El oro estaba fundido y la estatua en el mar. Pero la ciudad aun contenía cosas de mucho valor.

Según se iban acercando, los atenienses se posicionaron. Afirmaron los escudos y sostuvieron las lanzas en posición de defensa. Poco a poco la marea humana se acercaba dando gritos, ebria de furia y ansias de botín, llenando las calles sin oposición. Hasta los perros habían huido. Los escudos rojos y las pinturas de los bárbaros contrastaban vivamente con las pieles de su vestimenta, las mallas sin brillo y los estandartes ocres con los símbolos del Imperio.

<<Esparta ha dejado el honor de la Hélade muy alto con la defensa de las Termópilas. Nosotros haremos que se recuerde Atenas como otra Polis grande entre las grandes>>. Políctomes recordaba el aliento que le había infundido el jefe del reducto, hacía ya varias horas.

Avanzó dos o tres pasos. Ya se distinguían los rostros violentos, llenos de locura de los invasores. Algunos probablemente habrían ingerido alguna seta de su zurrón para no tener miedo, o para estar fuera de sí y no darse cuenta de que, a lo mejor, ya habían muerto. Suspirando una oración al cielo nuboso, Políctomes dejó de cantar. A su espalda sentía la determinación y la rabia del resto de los ochenta hoplitas.

Los persas se detuvieron, amedrentados ante ese diminuto grupo que les esperaba en la puerta, con los ojos refulgiendo de ira bajo el casco empenachado. El sol naciente se estrellaba en el oscuro vano jugando con las sombras y los reflejos. Pero alguien dictó la orden y se lanzaron como una tormenta sobre los griegos. Los helenos esperaron hasta que estuvieran cerca. Entonces, con las lanzas cortas traspasaron la primera línea persa, compuesta de armenios pobres sin ningún tipo de protección, que, dementes, se habían suicidado por la promesa de riquezas sin parangón.

Políctomes agarró con fuerza la moneda que sostenía en la mano izquierda, en el brazo en el que las correas del redondo escudo se hacían uno con la carne. Aunque había aceptado morir, no estaba dispuesto a que su alma vagabundeara por esta orilla, pues hasta los niños sabían que Caronte se negaba a atravesar la laguna Estigia sin cobrar. Si su cuerpo iba a ser despojo de los hombres, su alma no sería vergüenza de los difuntos. De improviso, al tercer ensartado se le quebró la lanza. Rápidamente lanzó el trozo de madera que se le había quedado en la mano contra la marea persa y sacó su espada. Ya caían algunas flechas de los escitas y piedras de los chipriotas.

El pequeño grupo ateniense, mermado por las bajas de los primeros ataques, se replegó hacia las escaleras, donde podrían combatir en situación de ventaja, aunque fuera mínima. No retrocedieron a lo loco, lanzando sus escudos. Volvieron poco a poco, luchando, dejando con dolor pie a pie, compañero a compañero, carga a carga.

Al abandonar la estrecha puerta de la Acrópolis, los persas se envalentonaron y rodearon a los griegos, atrapados en las escaleras. La derrota, más que nunca, estaba asegurada. Los cincuenta soldados que quedaban fueron cayendo poco a poco. Políctomes perdió pie en un escalón y el adiestrado babilonio que estaba delante, sin perder tiempo, metió su lanza por el costado que en la caída había dejado libre la espada griega. Polictomes sintió el calor que desprendía la sangre que manaba. Intentó herir al persa, pero, debilitado, cayó en las ahora rojas escaleras del Partenón, con el estruendo metálico de la férrea armadura contra la piedra.

La mano carcelera de la moneda se puso rígida mientras Atenas ardía lentamente desde la Acrópolis hasta el puerto y los suburbios. La columna de humo que elevaba como sacrificio la magnífica ciudad en ascuas, fue señal en Salamina y en Corinto de que ahora les tocaba a ellos.