VIII Edición

Curso 2011 - 2012

Alejandro Quintana

La última esperanza

Roser Martí, 17 años

                  Colegio Vilavella (Valencia)  

La Quinta Sinfonía de Tchaikovski hacía un rato que le acompañaba. Acomodado en el sillón, un torbellino de sentimientos comenzaba a atosigarle. Poco a poco, la respiración acelerada le fue impidiendo disfrutar de la música. Con los ojos ausentes clavados en el techo, las piernas entumecidas, los dedos de la mano fueron perdiendo fuerza. Una copa de coñac cayó sobre la alfombra.

A medida que el dolor poseía su mente y le hacía desesperar, no podía dejar de pensar en todo aquello que le había llevado a aquella situación. No lograba quitarse la imagen de la puerta medio abierta por la que sobresalía el doctor Quesada murmurando con las enfermeras. A su vez, también se avergonzaba por la ingenuidad de apenas unas horas atrás, pues cuando el doctor entró en la habitación del hospital esa tarde, él no era consciente de lo que supondría aquel veredicto. Los segundos que pasaron hasta que el médico le ofreció el diagnostico fueron eternos. Una vez el médico se lo comunicó, el tiempo se detuvo por completo.

Era incapaz de pensar qué haría a partir de ese momento. Todas sus preocupaciones desaparecieron de golpe, dando lugar a un sentimiento de necesidad que no experimentaba desde hacía años. Se levantó de la butaca, se despidió del doctor sin hacer mención a lo que acababan de hablar y, una vez fuera del hospital, caminó hacia la parada de metro más cercana. Cuando se sentó en el vagón con destino a su casa, empezó a ser consciente de los cambios que “La Corea de Huntington” supondría en su vida. Fue entonces cuando lo decidió.

Abrió el portal. En contra de su costumbre, subió al tercer piso en ascensor. Tras cerrar la puerta, se dirigió a la cocina. Cogió el filete de merluza que había dejado a descongelar esa misma mañana y lo tiro a la basura. Después se preparó en el mini-bar un vaso de coñac, colocó su disco preferido de Tchaikovski en la cadena de música y se sentó a esperar en su sillón. De pronto percibió que de la estantería de libros sobresalía una fotografía. Se levantó para observarla, en ella estaba su difunta esposa y dos hijos con los que hacía mucho que no hablaba. Pensó en lo que habría dado su mujer por pasar un solo día más junto a ellos, mientras que él no les mostró jamás un mínimo interés. Fue entonces cuando se arrepintió. Quiso retroceder en el tiempo aunque solo fueran unos minutos, ya que por primera vez había recobrado la esperanza.

Pero era demasiado tarde; el arsénico había comenzado a hacer efecto.