IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

La vida color Monique

Guillermo Alonso, 16 años

               Colegio Vizcaya (Vizcaya)  

Aquella tarde, como de costumbre, Françoise Meramoid se encontraba en el estudio de su casa frente a un lienzo que le desafiaba. Llevaba varias horas allí sentado y todavía no había conseguido arremeter contra la tela. Miró el reloj; eran las siete. Aún quedaba un buen rato para cenar, así que tenía el tiempo para esbozar una pequeña sonrisa ante la falta de inspiración y tratar de plasmar algo nuevo y especial en aquel lino burlón.

Hacía un tiempo que las musas no visitaban su estudio. Perdieron el interés por él desde la muerte de Monique, su hermana pequeña. Sus óleos ya no reflejaban los atardeceres en las cafeterías de París ni las sonrientes mujeres que se sentaban junto a la catedral tras una tarde de compras. Tampoco sus acuarelas dejaban rastro de los pájaros que cantan a la primavera, ni de los campos de trigo. Todo se había convertido en un crepúsculo de tonos azules. Un mundo cerrado, amargo en colores.

El dolor por la pérdida del ser querido palpitaba aún en su corazón, haciéndole pensar que sin Monique él se había diluido. Algo le faltaba y también estaba ausente en sus pinturas. Las imágenes de la joven pasaban continuamente por su cabeza, como diapositivas que le traían momentos felices, como las excursiones que compartieron a las playas del sur de Francia, en donde jugaban con las olas para merendar después en alguna de aquellas tiendas de dulces que se escondían entre las blancas calles de los pueblos de pescadores.

Una ráfaga de viento que golpeó la ventana le libró de su ensimismamiento. Suspiró. Miró el lienzo, los pinceles y los inquietos colores que le esperaban, intactos, en la paleta. No sabía por dónde empezar. Miró el lienzo de nuevo. Era tan blanco y tan oscuro a la vez, tan vacío y limpio que daba incluso lástima mancharlo con aquellos húmedos pinceles. “Todos los principios son oscuros”, recordó haber leído alguna vez. Alzó el brazo, decidido a dar el primer paso, pero... “sin ella no es lo mismo”. Volvió a caer durante un rato en su habitual estado de ausencia hasta que, finalmente, se armó de ganas y posó en acto solemne el pincel sobre el lienzo, de la misma forma en que un esgrimista toca a su oponente con la punta de su sable. Entonces, poco a poco, la inspiración fue surgiendo en cadena, desde su alma a su cerebro pasando por los brazos y la muñeca, hasta concentrarse en la punta de su “espada”. Los colores comenzaron a fluir lentamente hasta que aquello se convirtió en un frenesí de amarillos, verdes..., un sinfín de tonalidades imposibles de imaginar.

Con esmerada lentitud todo fue cobrando sentido. Algo de verde por aquí, algunos azules por allá y aquel lienzo burlón se rindió para convertirse en un parque durante un día soleado de invierno. Fueron apareciendo niños que jugaban y árboles desnudos y flores. Permitió aquel revoltijo de colores durante largo rato, hasta que observó su obra orgulloso. Casi de inmediato se dio cuenta de que faltaba algo imprescindible: en aquella pintura y en su vida. Cogió aire: “No he llegado hasta aquí para rendirme ahora”. Interrumpió el descanso y tomó una de aquellas brochas viejas y despeinadas. Una vez más los colores fluyeron y una delicada figura femenina fue haciendo acto de presencia en uno de los bancos. De rasgos estilizados y manos finas, miraba al cielo como si pretendiera que el sol calentara su rostro ligeramente enrojecido por el frío. Sonreía plácidamente allí sentada. Françoise la miró detenidamente y se quedó pensativo. Le resultaba tan familiar… Creyó reconocer a su hermana. La observó e inevitablemente volvió a caer en los recuerdos. Volvió a las calles perdidas de Francia.

-¡Espera Françoise! ¾gritó su hermana desde el otro lado del callejón ¾. Corres demasiado deprisa.

-Tengo hambre, ya me conoces. No me gustaría encontrarme la terraza llena de gente y tener que esperar.

-Ciertas cosas merecen una espera, hermanito. Hay que alimentar más los deseos y menos el estómago ¾rió.

-Tú siempre tan filosófica… En fin, disfruta del paseo. Voy a comerme un creppe gigante de chocolate.

-No tienes remedio…

-Me gusto tal cual ¾dijo él complacido.

-Quédate conmigo, anda. ¿Quién sabe si volveremos a pasear por aquí alguna vez?

-Lo mismo dijiste cuando visitamos la torre Eiffel, y ya hemos estado tres veces allí. Me das dolor de cabeza, Monique. Cualquiera que te escuche no se creería que tienes trece años.

-Me gusto tal cual soy, ¿eh? ¾rió de nuevo.

-Tú sí que no tienes remedio. Algún día te pintaré la dichosa torre para que dejes de hablar de ella a todas horas.

-Te lo agradezco, pero al ritmo que vas con la pintura no creo que llegue a ver el cuadro.

-Muy graciosa... Algún día seré un famoso pintor.

-No lo dudo Françoise. No lo dudo...

Una nueva ráfaga de viento lo devolvió a la realidad de su estudio. Suspiró. Tenía ganas de afrontar los éxitos y problemas de la vida, como si le hubiese resurgido una voluntad de hierro. Se puso en pie, colocó el cuadro junto a aquel de la torre Eiffel que pintó tras la muerte de su hermana y sonrió nostálgico, aunque feliz. Se acercó a la ventana y contempló la noche de un París que, con su aguja gigante, lo esperaba impaciente. Cogió aire con fuerza y exclamó pincel en mano:

-En garde vie!!