XVIII Edición
Curso 2021 - 2022
La vida en el pueblo
Gonzalo Capapé, 15 años
Colegio El Prado (Madrid)
Aún es de noche, pero pronto amanecerá y el pueblo despertará con el sol, porque la pequeña villa sigue el ritmo del astro rey: cuando este se acuesta, los vecinos le imitan y se van a dormir, y cuando horas después emerge, un gallo anuncia a los lugareños que hay que saltar de la cama para aprovechar el día. Cada mañana, cuando canta, el gallo recuerda a los habitantes del lugar que ha comenzado una nueva jornada, que el ayer ya es pasado y que, quizás, al día siguiente ya no cantará.
Los paisanos nunca se preguntan por qué el sol surge entre las montañas que hay al este y desaparece por el lado contrario. Si les surgiese la duda, tendrían que resolverla con Pedro, el maestro, que es sabio.
Aquella buena gente encuentra la felicidad en las cosas cotidianas: recoger los huevos en el gallinero, abrir las cuadras, arrancar el motor del tractor, arar el campo, cosechar llegado el tiempo y festejar los frutos del campo con almuerzos junto a familiares y amigos. Antonio, el zapatero remendón, es conocido por picar del plato de los demás cuando se sienta a almorzar en la taberna que está enfrente de la casa de Lucas, el quesero. Los hombres le recriminan semejante actitud, salvo el tabernero, claro, pues cuanto más comen sus clientes mejor le va el negocio. Hace días que Juana, la mujer del boticario, le abroncó al zapatero por no controlar su apetito. Pero si dejamos de lado esos pequeños altercados (que se quedan en eso, en pequeños altercados), la vida en el pueblo es tranquila y descansada
Allí hace tiempo que solo vive gente mayor. Hijos, sobrinos y nietos se fueron a la gran ciudad, desde donde creen que la vida rural es monótona y aburrida. Argumentan que cuando Héctor saluda a Paco por las mañanas al cruzarse en la carnicería, siempre se dicen lo mismo: <<¿Cómo se te presenta el día?>>. No quieren entender que cada día se presenta con sus propios afanes.
En la ciudad juzgan a los habitantes del pueblo como si fueran ignorantes que decoran el pintoresco lugar que ellos visitan algunos fines de semana. Será, quizás, porque los vecinos estudiaron un buen español en la escuela de don Pedro y los señoritos aprendieron idiomas en colegios de pago. No hace mucho se armó un revuelo a cuenta de Juan, el sobrino de Pánfilo, que lleva años en la capital y presume de ser persona letrada. El asunto es que salió de paseo acompañado por una señorita y se topó con Evaristo, el herrero. Quizá por pavonearse y reírse de él, aparentó disgustarse al oírle pronunciar a Evaristo <<preparao>> en vez de <<preparado>>, a cuenta de no se sabe qué pieza para la chimenea que está fabricando para un veraneante. Como si lo importante fuera cómo se dicen las cosas en vez de decirlas. Al fin y al cabo, la gente le entiende al Evaristo, que siempre habla por derecho. Él lo explica en el bar a quien se preste a escucharle:
–Pa qué está el lenguaje sino pa comunicarse.
El sol ha comenzado a declinar. Pronto se cerrarán puertas y contraventanas de las casas del pueblo, y los vecinos de la localidad se irán a dormir, satisfechos por el día gastado en sus pequeños quehaceres.