XIII Edición

Curso 2016 - 2017

Alejandro Quintana

La vida que pasa

Ana Santamaría, 14 años

                Colegio Tierrallana (Huelva)  

Mi abuelo tenía una manera especial de hacer las cosas. Por eso me gustaba tratar de descifrar la forma en que se quedaba mirando algo fijamente, para saber si estaba perdido en sus recuerdos o, en cambio, encontrándose con ellos. Solía ir a visitarle después del colegio. Entonces soltaba la mochila en la puerta y corría a darle un abrazo. Él rompía a reír y me llamaba «pequeña» unas cuantas veces, hasta que nos separábamos.

—Ven, siéntate —me pedía.

Yo cruzaba las piernas al ponerme en el suelo, al lado de su butaca, donde él se pasaba los días con la mirada fija en la ventana del salón. Yo trataba de descubrir aquello que lo tenía tan ocupado, pero nunca lo conseguía, hasta que un día me atreví a preguntárselo.

—¿Sabes, pequeña? —me respondió—, algún día entenderás que esto que hago no está bien, y lucharás con todas tus fuerzas por hacer justo lo contrario. Pero yo no te lo voy a poner tan fácil, eres tú quien tiene que darse cuenta de mis motivos.

Me ponía nerviosa su actitud misteriosa, porque pensaba que nunca entendería por qué mirar por la ventana estaba mal. Buscaba en el paisaje algo que estuviera equivocado, pero a través del cristal solo veía un trozo de la calle. Los coches circulaban y los transeúntes iban de un lado a otro. Sobre las cinco solía pasar una anciana con el carrito de la compra, en dirección al supermercado. Luego volvía a su casa por el mismo camino, y se perdía de vista tras la esquina.

—Tu abuela también salía al supermercado todas las tardes —me dijo melancólico.

Agachó la cabeza y se pasó una mano por la frente. Sabía que la echaba de menos. Yo a ella no la conocí, pero gracias a él podría describirla como si hubiese tenido la suerte de tratarla. Además, fueron muchas las tardes que pasamos viendo fotos de cuando vivía. Era muy guapa y tenía una sonrisa que transmitía felicidad. No me extraña que mi abuelo la quisiera tanto.

Me conmovía la manera de querer del abuelo; en eso también era especial. Aunque en ochenta años habían pasado por su vida tantas personas que no podía acordarse de todas ellas, decía que unas cuantas le dejaron una huella imborrable en el corazón.

—¿Qué significa «dejar huella en el corazón», abuelo? —le pregunté cuando era demasiado pequeña para entender la vida.

—Significa que nunca voy a poder olvidarme de ellas porque me cambiaron la vida, pequeña.

—¿Y la abuela te dejó huella?

—No, cariño. Hay personas que, en lugar de dejar una huella en tu corazón, se lo llevan.

—Y entonces, ¿dónde está tu corazón?

—En el lugar donde ella está.

Como tantas otras veces, no lo entendí. ¿Acaso ya no tenía corazón? Me preocupó que no le quedara nada con lo que quererme.

A menudo, mientras miraba a la ventana me hablaba de sus años de juventud. Me contaba anécdotas que le habían sucedido, y recalcaba que podría aprenderse algo de cada una de ellas. Sin embargo, nunca me decía el qué.

—Me encantaba viajar —decía mientras miraba a la anciana que empujaba el carrito—. Sobre todo en avión. Es una sensación mágica: sientes que puedes conseguirlo todo porque estás más alto que nadie. Cuando miraba hacia abajo por la ventanilla y veía las diminutas casas escondiéndose bajo las nubes, me sentía el dueño del mundo. Pero, ¿sabes, pequeña?, yo no era el dueño.

—¿Y quién era, abuelo?

—Algún día te montarás en un avión, mirarás abajo y lo entenderás, pequeña.

Cuando crecí un poco más, volvió a hablarme de sus viajes.

—¿Sabes que era lo mejor de todo? —me interrogaba mientras yo negaba impaciente con la cabeza—. Agarrar con fuerza la mano de tu abuela mientras aterrizábamos. Nos mirábamos y, sin hablar, nos susurrábamos: «ya estamos en casa».

—¿Cómo puedes susurrar algo sin hablar?

—Cuando mires a alguien a los ojos y veas reflejado en ellos todo lo que tu corazón esconde, entenderás que hay cosas que pueden decirse sin palabras.

Mi abuelo era así: te dejaba con la sensación de que no te estaba contando el final de la historia. Y lo cierto era que nunca te lo contaba. Él solamente miraba la vida pasar a través de su ventana.

Se fue de la misma manera que vivió: volando. Fue duro y a la vez bonito verlo tomar ese avión rumbo al Cielo, con la certeza de que al aterrizar tomaría de nuevo la mano de mi abuela. La verdad es que me hubiera gustado verlo, pero supongo que eso es cosa de dos.

En esas cosas pensaba cuando la azafata repitió las normas por tercera vez. El avión despegó y, unos segundos después, volaba por encima del mundo, dejándolo todo abajo. Observé por la ventanilla las diminutas casas y supe que mi abuelo no hablaba de otra cosa sino del amor. Lo imaginé sentado en su butaca y entonces lo comprendí: yo no quiero ver la vida pasar; quiero vivirla con intensidad.